Hoy Domingo de la Divina Misericordia y luego de haber vivido en el Triduo Pascual intensamente como el Señor Jesús ha venido para revelar hasta el fondo que Dios es amor, ha revelado este amor con la palabra y con la acción y, finalmente, como durante la Octava de Pascua nos ha mostrado con su resurrección hasta qué extremo llega ese amor paterno de Dios.
El Hijo con sus palabras y en sí mismo nos ha mostrado que el Padre no permanece impasible e indiferente ante el drama humano, sino que se conmueve interiormente y con prontitud sale al encuentro de su criatura humana herida por el pecado: ¡Dios es rico en misericordia!
Tal amor paternal y misericordia para con el hombre la retrató el Señor Jesús —para todos los hombres de todas las generaciones— en especial en una conmovedora parábola: es la llamada parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso, parábola en la que la misericordia del Padre sale al encuentro de la miseria del hijo para reconciliarlo y abrirlo a su propia dignidad: Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
En y por el Señor Jesús, el Hijo hecho hombre, el Padre se ha acercado humildemente a cada ser humano, ofreciéndole el gran don de la reconciliación.
Continuando nuestra reflexión en torno al libro El Regreso del Hijo Pródigo, Nouwen nos muestra la figura del padre en la imagen de ese Dios paternal que desde la libertad, ofrece incondicionalmente su perdón, un perdón que nace de una misericordia que no hace comparaciones, que “surge de un corazón completamente vacío de egoísmo”.
Afirma Nowen “Un amigo pronunciaría una frase que iniciaría la tercera fase de mi trayectoria espiritual: tanto si eres el hijo menor como el hijo mayor, debes caer en cuenta de que a lo que estás llamado es a ser el padre.
Ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio”… sentía una profunda resistencia a penas en mí de aquella forma. Me identificaba más con el joven derrochador o con el rencoroso hijo mayor. Pero la idea de ser como aquel anciano me abrumaba… Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nuca. Pero también he saboreado lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quieres es acoger a sus hijos en casa”.
Este viaje espiritual en nuestro interior nos ha ayudado a descubrir que somos no solo los hijos extraviados: el hijo menor y el hijo mayor y ahora vamos a disponernos para caminar en convertirnos en el padre y la madre compasivos que es Dios.
Nuestras manos deben extenderse a los otros, como las del padre del cuadro de Rembrandt, para acoger y bendecir al prójimo.
“…mi vocación última es la de ser como el Padre y vivir su divina compasión en mi vida cotidiana”Pág.132
Pocas veces dice Nouwen refiriéndose al cuadro,la expresión humana de la compasión divina se ha expresado de forma tan conmovedora. Cada detalle de la figura del Padre, pero sobre todo, el gesto tranquilo de las manos, habla del amor divino hacia la humanidad.
Fue la propia historia de Rembrandt la que le permitió representar esta expresión única. Después de su muchos problemas, como hemos comentado, al transcurrir su vida hacia las sobras de la ancianidad, al decaer su éxito y si intuir el esplendor, se hace más consciente de la belleza interior.
Así descubre la luz que llega de un fuego interior que no muere nunca: el fuego del amor.
Este excepcional corazón de Rembrandt se convierte en el corazón del Padre. Su fuego interior que se ha fortalecido a través del sufrimiento de tantos años, arde en el corazón del padre que da a bienvenida al hijo que ha vuelto a casa.
Rembrandt fue el hijo, se convirtió en el padre, y fue así como se preparó para entrar en la vida eterna. Rembrandt murió poco después de retratar al padre y sus manos benditas.
Aparentemente, todos participamos en mayor o menor medida de todas las formas de miseria humana. Nadie está completamente libre de la codicia, o de la ira, o de la lujuria, o del resentimiento, o de la frivolidad, o de los celos. La debilidad humana puede surgir de mil formas, pero no hay ofensa, crimen o guerra que no encuentre su semilla en nuestros corazones.
¿Pero qué hay del padre? ¿Por qué prestamos tanta atención a los hijos cuando es el padre el centro, aquél con quien debo identificarme? ¿Por qué hablar tanto de ser como los hijos cuando la pregunta clave es: ¿Quieres ser como el padre? Uno se siente bien al poder decir: «Estos hijos son como yo» porque siente que se le comprende. Pero ¿cómo sienta decir: «El padre es como yo»? ¿Quiero ser no sólo como aquél que es perdonado, sino también como aquél que perdona; no sólo como aquél a quien se le da la bienvenida, sino también como aquél que la da; no sólo como aquél que recibe misericordia, sino también como aquél que la da?
¿Acaso no intentamos escaparnos de la dura tarea que supone la paternidad? Tal vez, la afirmación más radical que hizo Jesús fue: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.» (Lc 6, 36) Jesús describe la misericordia de Dios no sólo para mostrarme lo que Dios siente por mí, o para perdonarme los pecados y ofrecerme una vida nueva y mucha felicidad, sino para invitarme a ser como Dios y para que sea tan misericordioso con los demás como lo es Él conmigo. Si el único significado de la historia fuera que la gente peca pero que Dios perdona, yo podría muy fácilmente empezar a pensar en mis pecados como una buenísima ocasión para que Dios me muestre su perdón. En una interpretación así no habría un verdadero reto. Me resignaría a que soy débil y estaría esperando a que Dios cerrara finalmente sus ojos a mis pecados y me dejara entrar en casa, hubiera hecho lo que hubiera hecho. Pero este mensaje tan sentimental y romántico no es el mensaje de los Evangelios.
Y es que a lo que estoy llamado, es a hacer verdad en mí que, tanto si soy el hijo menor como si soy el mayor, soy el hijo de mi Padre misericordioso. Soy un heredero. Nadie expresa esto tan claramente como Pablo cuando escribe: «Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.» (Rm 8, 16-17) Así pues, como hijo y heredero me convierto en sucesor. Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me ofrece. El regreso al Padre es el reto para convertirse en el Padre.
Esta llamada a ser el Padre excluye cualquier interpretación «suave» de la historia. Sé lo mucho que deseo volver y estar a salvo, pero ¿realmente quiero ser hijo y heredero sabiendo todo lo que esto implica? Estar en la casa del Padre exige que haga mía la vida del Padre y me transforme en su imagen.
Habiendo vivido mi condición de hijo en plenitud, ha llegado la hora de acabar con todas las barreras y descubrir que lo que realmente deseo es convertirme en el anciano que veo ante mí. No puedo ser siempre un niño. No puedo seguir poniendo a mi padre como excusa en mi vida. Tengo que atreverme a extender las manos en un gesto de alabanza y recibir a mis hijos con compasión, sin tener en cuenta los pensamientos o sentimientos que tengan hacia mí. Ahora necesito descubrir lo que realmente significa ser un Padre misericordioso porque éste es el fin último de mi vida espiritual, como queda expresado en la parábola.
Primero, debo tener en cuenta el contexto en que Jesús contó la historia del «hombre que tenía dos hijos.» Lucas escribe: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: Este anda con pecadores y come con ellos.» (Lc 15,1-2) Pusieron su legitimidad de maestro en cuestión, criticando su proximidad con los pecadores. Como respuesta, Jesús les cuenta las parábolas de la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo.
Jesús deja claro que el Dios del que habla, es un Dios de misericordia que da la bienvenida y acoge encantado a los pecadores arrepentidos. Así pues, tratar y comer con gente de mala reputación no contradice sus enseñanzas sobre Dios, sino que, al contrario, hace que sus enseñanzas puedan vivirse en la vida diaria. Si Dios perdona a los pecadores, entonces aquéllos que tienen fe deberán hacer lo mismo. Si Dios acoge a los pecadores en casa, entonces aquéllos que confían en Dios también deberán hacerlo. Si Dios es misericordioso, los que aman a Dios deberán ser misericordiosos. El Dios que Jesús anuncia y en cuyo nombre actúa, es el Dios de la misericordia, el Dios que se ofrece como ejemplo y modelo de comportamiento humano.
Pero hay más. Convertirse en el Padre celestial no es sólo un aspecto importante de las enseñanzas de Jesús; es el núcleo mismo de su mensaje. La radicalidad de las palabras de Jesús y la aparente imposibilidad de sus exigencias son obvias cuando son escuchadas como parte de una llamada general a convertirse y a ser verdaderos hijos e hijas de Dios. Y en la medida en que sigamos perteneciendo a este mundo, seguiremos siendo víctimas de sus métodos competitivos y esperaremos ser recompensados por todo el bien que hacemos. Pero cuando pertenecemos a Dios, que nos ama sin condiciones, debemos vivir como El. La gran conversión a la que nos llama Jesús consiste en pasar de pertenecer al mundo a pertenecer a Dios.
Cuando, poco antes de morir, Jesús reza a su Padre por sus discípulos, dice: «[Padre,] Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo… Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado.” (Jn 17,16-21)
Una vez que estemos en la casa de Dios como hijos e hijas suyos, podremos ser como Él, amar como Él, ser buenos como Él, preocuparnos por los demás como Él. Jesús deja esto muy claro cuando explica que: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacéis el bien a quien os lo hace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quien esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente. Vosotros amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo. Porque él es bueno para los ingratos y malos. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.” (Lc 6,32-36)
Este es el núcleo del mensaje del Evangelio. La forma a la que estamos llamados a amar los seres humanos, es la forma como Dios ama. Estamos llamados a amar al prójimo con el mismo amor generoso del padre. La misericordia con la que se nos ama no está basada en la competitividad. En esta misericordia no puede haber competiciones. Si vamos a ser recibidos no sólo por Dios sino como Dios, tenemos que llegar a ser como el Padre celestial y contemplar el mundo con sus ojos.
La persona de Jesús es más importante que el contexto de la parábola y que la parábola en sí. Jesús es el verdadero Hijo del Padre. Es nuestro modelo a seguir para llegar a ser como el Padre. En Él habita la plenitud de Dios. Todo el conocimiento de Dios reside en Él; toda la gloria de Dios permanece en Él; todo el poder de Dios le pertenece. Su unidad con el Padre es tan íntima y tan completa que ver a Jesús es ver al Padre. «Muéstranos al Padre,» le dice Felipe. Jesús le responde: «El que me ve a mí, ve al Padre.» (Jn 14,9)
Jesús nos enseña en qué consiste la verdadera condición de hijo. El es obediente al Padre en todo, pero no es su esclavo. Escucha todo lo que le dice el Padre, pero esto no le convierte en su criado. Hace todo lo que le dice el Padre que haga, pero es completamente libre. Lo da todo y lo recibe todo. Dice abiertamente: «Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada de por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras; y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados. Porque, así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar. Y quiere que todos den al Hijo el mismo honor que dan al Padre.» (Jn 5,19-23)
Esta es la condición divina de hijo, la condición a la que estoy llamado, continua Nouwen.
Lo maravillloso de tocar este tema en este momento es que el misterio de la redención que acabamos de celebrar, consiste en que el Hijo de Dios se hizo carne para que todos los hijos perdidos pudieran llegar a ser hijos e hijas como lo es Jesús. Desde esta perspectiva, la historia del hijo pródigo adquiere una nueva dimensión. Jesús, el Amado del Padre, abandona la casa de su Padre para acabar con los pecados de los hijos caprichosos y devolverlos a casa. Pero hasta su marcha, permanece cerca del Padre, le obedece y ofrece curación a sus hermanos y hermanas resentidos. Así, por mí, Jesús se convierte en el hijo menor y en el hijo mayor para enseñarme cómo convertirme en el Padre. A través de Él, puedo volver a ser un verdadero hijo otra vez y, como verdadero hijo, puedo llegar a ser misericordioso como lo es nuestro Padre celestial.
A medida que pasan los años, afirma Nouwen, y en nuestra realidad también, voy viendo lo difícil, desafiante y a la vez satisfactorio que es crecer hacia esta paternidad espiritual. Una paternidad de misericordia. Y para comprenderlo en profundidad, tengo que seguir mirando cómo abraza el padre a su hijo. Continuamente me encuentro luchando para conseguir poder a pesar de mis mejores intenciones. Cuando doy algún consejo, quiero saber si se ha seguido; cuando ofrezco mi ayuda, quiero que me den las gracias; cuando presto dinero, quiero que se utilice a mi manera; cuando hago algo bien, quiero que se me recuerde. Puede que no me hagan una estatua, o una placa conmemorativa, pero vivo preocupado porque no me olviden, por permanecer en el pensamiento y en los actos de los demás.
Sin embargo, el padre del hijo pródigo no vive preocupado por sí mismo. Su vida, llena de tantos sufrimientos, le ha hecho un hombre que no siente ningún deseo de controlar. Sus hijos son su única preocupación; quiere darse a ellos completamente, y por ellos renuncia a todo lo demás.
¿Soy yo capaz de dar sin pedir nada a cambio, amar sin poner condiciones a mi amor? Cuando considero mi necesidad de que se me reconozca y de que se me aprecie, me doy cuenta de que tengo que librar una dura batalla. Pero también estoy convencido de que cada vez que consigo vencer esta necesidad y actúo libremente, puedo confiar en que mi vida puede dar los frutos del Espíritu de Dios.
¿Hay algún camino para llegar a la paternidad espiritual? ¿O estoy condenado a seguir tan atrapado en mi necesidad de encontrar un lugar en el mundo que acabaré utilizando una y otra vez la autoridad del poder en vez de la autoridad de la misericordia?..
Bibliografia:
Folleto Aplicaciones y adaptaciones. Randall Urbina.
https://diocesisdeengativa.org/la-resurreccion-encuentro-con-la-misericordia/
https://es.aleteia.org/2022/01/25/vuelve-a-la-casa-de-tu-padre-henri-nowen-comenta-a-rembrandt/
https://mercaba.org/FICHAS/Meditacion/nowmen4.htm
https://acompasando.org/el-regreso-del-hijo-prodigo/
Canción
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Abril 2022.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.