Me mueve a compartirles esta reflexión una situación que se presenta en la Eucaristía en un Templo al que a veces voy a participar de este Sacramento. Y es que el sacerdote, gran apasionado, a la hora de impartir la comunión es un poco enfático, cosa que molesta a muchos, pues él le hace ver a las personas que deben decir el Amén que se oiga. Y yo que aunque no lo dice del mejor modo, tiene razón, pues recuerdo que cuando recibí un curso con el padre Munguía, él también nos decía que cuando se dice el Amén deben retumbar las paredes del Templo.
Y es que, una de las palabras que más repetimos en la oración, desde que aprendemos a rezar, es “amén”. Probablemente por eso se nos ha hecho rutinaria.
El Amén es una palabra corta, pero de significado muy profundo. Veamos…
Comencemos por aclarar que una transliteración, es cuando la palabra se pronuncia de la misma manera que en el idioma original, y solo se le dan letras que tienen sentido en el nuevo idioma. A pesar de algunas diferencias sutiles, la palabra amén es una de las pocas palabras que se pronuncia casi exactamente de la misma manera en todos los idiomas del mundo. Esto lo hace comprensible en todos los idiomas, lo cual es apropiado teniendo en cuenta que tiene un significado tan fuerte para todos nosotros. También significa que cuando decimos “amén”, estamos diciendo la misma palabra exacta que se ha pronunciado como una confirmación de creencia durante miles de años.
Amén se emplea aún en los rituales tanto de judíos como de mahometanos. Primero fue usada en el judaísmo, después fue adoptada por el cristianismo y luego por el islam.
De acuerdo con el Talmud, Amén es un acrónimo que se podría traducir como Dios, Rey en el que se puede confiar.
Significa que estamos hablando la misma palabra pronunciada por los sacerdotes, profetas y el mismo Señor Jesús. Ciertamente hay una belleza en esto.
Hemos pensado que puede ser bueno para todos recordar este significado, de forma que cada vez que digamos “amén”, pronunciemos esta palabra con plena conciencia de todo lo que estamos diciéndole al Señor de modo concentrado.
Nos lo explica nuestro querido Papa Emérito Benedicto XVI: “La oración cristiana es un verdadero encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, mediante el Espíritu Santo. En este encuentro, entran en diálogo el «sí» fiel de Dios y el «amén» confiado de los creyentes.
En la oración constante, diaria, podemos sentir concretamente el consuelo que proviene de Dios. Y esto refuerza nuestra fe, porque nos hace experimentar de modo concreto el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz.
San Pablo afirma: «El Hijo de Dios, Jesucristo… no fue “sí” y “no”, sino que en Él sólo hubo “sí”. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su “sí” en Él. Así, por medio de Él, decimos nuestro “amén” a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Co 1, 19-20).
El «sí» de Dios es un sencillo y seguro «sí». Y a este «sí» nosotros correspondemos con nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros en el «sí» de Dios. Toda la historia de la salvación es un progresivo revelarse de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y nuestras negaciones, con la certeza de que «los dones y la llamada de Dios son irrevocables».
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios —muy distinto del nuestro— nos da consuelo, fuerza y esperanza porque Dios no retira su «sí». Dios nunca se cansa de nosotros, nunca se cansa de tener paciencia con nosotros, y con su inmensa misericordia siempre nos precede, sale Él primero a nuestro encuentro; su «sí» es completamente fiable. En la cruz nos revela la medida de su amor, que no calcula y no tiene medida.
En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en todas las acciones de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe con la que concluye siempre nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios.
Lo qué pasa, repito, es que a menudo respondemos de forma rutinaria con nuestro «amén» en la oración, sin fijarnos en su significado profundo. Este término deriva de ’aman’ que en hebreo y en arameo significa «hacer estable», «consolidar» y, en consecuencia, «estar seguro», «decir la verdad».
Si miramos la Sagrada Escritura, vemos que este «amén» se dice al final de los Salmos de bendición y de alabanza, como por ejemplo en el Salmo 41: «A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia. Bendito el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Amén, amén» (vv. 13-14).
O expresa adhesión a Dios, en el momento en que el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del destierro de Babilonia y dice su «sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se narra que, después de este regreso, «Esdras abrió el libro (de la Ley) en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: “Amén, amén”» (Ne 8, 5-6).
Por lo tanto, desde los inicios el «amén» de la liturgia judía se convirtió en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de san Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5b-6). Y el mismo libro se concluye con la invocación «Amén, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Sabemos que la oración es el encuentro con una Persona viva que podemos escuchar y con la que podemos dialogar; es el encuentro con Dios, que renueva su fidelidad inquebrantable, su «sí», a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de las tempestades de la vida y hacernos vivir, unidos a Él, una existencia llena de alegría y de bien, que llegará a su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración estamos llamados a decir «sí» a Dios, a responder con este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de toda nuestra vida. Esta fidelidad nunca la podemos conquistar con nuestras fuerzas; no es únicamente fruto de nuestro esfuerzo diario; proviene de Dios y está fundada en el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34).
Debemos entrar en este «sí», entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo mismo quien vive en nosotros. Así, el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida de consolación de Dios, una vida inmersa en el Amor eterno e inquebrantable”.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos reafirma: Creer es decir “Amén” a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad (1064). Como ejemplo tenemos lo que sucede en la Eucaristía, ya que antes de recibirla, el Sacerdote alza la hostia consagrada y nos dice “El Cuerpo de Cristo” y nosotros asentamos con un “Amén”, es decir, lo creo y lo acepto en mi vida.
Jesús mismo lo llegó a profesar muchas veces, antes de cada enseñanza al decir “En verdad, en verdad os digo” (Jn 5, 19) y esto para demostrar que hablaba con autoridad y con verdad. Con esto, es como si él mismo nos dijera “créeme que es verdad lo que te estoy diciendo”.
Por lo tanto, cada que decimos “amén” debemos darnos cuenta de lo que decimos. Al repetirla hacemos un compromiso con Dios, pues le reafirmamos nuestro “sí”, confírmanos que creemos en Él, en su palabra y, por lo tanto, que queremos ser siempre fieles aún a pesar de nuestras dificultades.
Pero este compromiso no lo podremos cumplir por nuestras propias fuerzas, sino que es Dios mismo quien nos ayuda por medio de su Hijo Jesucristo.
Amén es una de las aclamaciones litúrgicas más comunes en el catolicismo, de hecho, al final de cada plegaria muchas personas acostumbran a decir ´así sea’ como sinónimo de Amén, pero no es correcto.
Por otro lado, decir ‘así sea’ indica una expresión de deseo, en lugar de una afirmación de fe. Hay expresiones de la palabra de Dios que encierran un significado místico que no vale la pena traducirlas, porque podrían empobrecer su naturaleza.
Durante la eucaristía hay tres “amenes” destacados: el primero es el que se pronuncia tras acabar de recitar el Credo, ratificando lo que se acaba de confesar. El segundo es el que la asamblea dice tras la doxología con que culmina la plegaria eucarística, pronunciada por el presidente de la celebración: “Por Cristo, con él y en él…”, plegaria que es momento central de la celebración.
Y el tercero es, precisamente, el que el fiel declara inmediatamente antes de comulgar. Sería la expresión pública de la aceptación, por parte del fiel que comulga, de las palabras que le dirige el ministro que le ofrece el cuerpo de Cristo en la comunión. Por tanto, una especie de “firma del contrato” –santo Tomás hablaba de “consentimiento expreso” por parte del pueblo a las palabras del sacerdote– sin el cual no habría propiamente comunión (¿existe realmente comunión sin reconocimiento de Aquel con el que se está comulgando?)
A continuación, reflexionemos co las anotaciones de la homilía del obispo Alvarez Alfonso (obispo español de la Diócesis de San Cristóbal de La Laguna) en la fiesta de CORPUS CHRISTI :
«Tomad y comed, esto es mi cuerpo…». No dice Cristo en la consagración por boca del sacerdote.
«Cuerpo de Cristo», nos dice el sacerdote cuando vamos a comulgar.
AMÉN. Decimos nosotros. Amén, es decir, sí creo que es el Cuerpo de Cristo y como tal lo recibo. Amén.
Este Amén, que es reconocimiento de que la hostia consagrada es el Cuerpo de Cristo, hoy reviste un carácter especial y lo manifestamos con esta hermosa fiesta del Corpus Christi. Nuestro Amén, se prolonga más allá de esta celebración aquí en la Catedral, también la procesión con el Santísimo Sacramento por nuestras calles –hermosamente alfombradas y engalanadas- es un Amén público y solemne.
Sí. Realmente, la hostia consagrada, que llevamos en procesión en esta hermosa custodia, es el Cuerpo de Cristo y las alfombras que hemos hecho en las calles por donde ha de pasar son la expresión de nuestro reconocimiento. Amén, decimos los creyentes, es Cristo en persona quien va ahí y es en su honor hacemos esta fiesta. De este modo queremos, también, anunciar a los que no creen: «en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen». Nosotros si lo hemos conocido y creído en él. Por eso hacemos esta fiesta en su honor.
Los no creyentes se asombran del hecho de que un católico inteligente pueda creer que Dios esté presente en un trozo de pan y en una copa de vino. Consideran que creer tal cosa es propio de gente ignorante y fanática.
Nosotros, en cambio, sin entrar en disquisiciones teológicas, creemos en la presencia Real de Cristo en el pan y vino consagrados como algo connatural a nuestra condición cristiana.
Nuestro Señor Jesucristo, en la noche en que iban a entregarlo tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Y, después de tomar el cáliz y pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad, bebed; ésta es mi sangre».
Lo creemos, sin argumentos o razonamientos, ante todo, porque así lo ha dicho Jesucristo y nosotros creemos en su palabra. Además, por experiencia personal sabemos que «el cuerpo de Cristo, entregado por nosotros es alimento que nos fortalece y su sangre derramada por nosotros es bebida que nos purifica»…
La experiencia de toda la Iglesia es que la comunión del Cuerpo de Cristo es el alimento que supera nuestras debilidades espirituales y nos da vida eterna: «Quien come mi carne y bebe mí sangre, tiene vida eterna», son palabras del propio Jesucristo. Que también nos dice que no hay otro alimento alternativo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».
Estamos firmemente persuadidos de que recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. El pan y el vino de la Eucaristía no son elementos simples y comunes: son nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo, de acuerdo con la afirmación categórica del Señor; y aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe nos permite conocer la verdadera realidad.
La fe nos da, pues, esta certeza: lo que parece pan no es pan, aunque tenga gusto de pan, sino el cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es vino, aunque así lo parezca al paladar, sino la sangre de Cristo.
«Tomad y comed, esto es mi cuerpo…» Nos dice Jesucristo cada vez que celebramos la Santa Misa.
¿Qué significa para nosotros comer el cuerpo de Cristo? ¿Qué tenemos que hacer para que este alimento espiritual produzca su efecto en nuestra vida?
Al ofrecernos su Cuerpo en la Eucaristía, Cristo nos dice algo así como «recibid y haced vuestro todo mi ser», hasta el punto que cada uno de nosotros pueda decir -como san Pablo- «vivo yo, más no yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Una vida así es la prueba de autenticidad de que estamos comulgando bien, pues si la eucaristía no produce este efecto en nosotros, no es porque la eucaristía le falte dinamismo, sino porque nosotros no aprovechamos su vitalidad. Es decir, puede ser como «comamos el Cuerpo de Cristo» pero en el fondo no le recibimos porque no estamos dispuestos a dejarnos transformar por él, o porque como Judas comulgamos su cuerpo con el corazón en contra del propio Jesús.
Amén como esperanza para el futuro
La canción “Amén” de Steven Curtis Chapman captura bellamente el verdadero espíritu de esta palabra:
“Dices que somos amados
Dices que te pertenecemos
Tu gracia es suficiente
Nada más que podamos hacer
Dices que hemos sido comprados por tu sangre, por tu sangre
Y todo lo que podemos decir es: Amén”
La Biblia comienza con la creación de todas las cosas, y rápidamente pasa al relato de la humanidad creada en el Jardín del Edén. El jardín era donde estábamos diseñados para ser: un lugar de intimidad con Dios y con los demás, un lugar de paz, alegría y satisfacción. Aunque el pecado manchó esa perfección, a través de la sangre de Cristo tenemos esperanza para la restauración futura de todas las cosas.
Porque él solo es perfecto, porque él es Dios con nosotros, porque él es la Verdad, porque él es el gobernante de la creación y porque él es el Amén, tenemos esperanza en él. La Biblia termina con una visión de la restauración futura de todas las cosas, y el verso final de la Escritura es un anhelo del día en que esto ocurra, cuando todo vuelva a ser como debería ser.
“¡Mira, voy a venir pronto! Mi recompensa está conmigo y le daré a cada persona de acuerdo con lo que han hecho. Soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin. El que da testimonio de estas cosas dice: “Sí, va a venir pronto”. Amén. Ven Señor Jesús” –Apocalipsis 22:12-13, 20.
Video Asistir a Misa es bueno para la Salud
Canción
Bibliografía
https://es.catholic.net/op/articulos/69088/cat/13/por-que-decimos-amen.html#modal
https://www.vidanuevadigital.com/blog/puede-haber-comunion-sin-amen-pedro-barrado/
https://nivariensedigital.es/corpus-chisti-amen/
https://www.bibliavida.com/quien-es-dios/qu-significa-amen-y-por-que-lo-decimos.html
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Febrero 2023.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.