Nos dice el Papa Francisco, “no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza”.
Nuestros jóvenes sin la Eucaristía dominical se quedan con un barniz superficial de la vida cristiana. Que la experiencia auténtica de la Eucaristía contagie por sus frutos, por su buen resultado en carácter, trato, alegría y autenticidad, un deseo de acercamiento a la misma.
Para continuar, quiero compartirles este artículo de Martín Gelabert Ballester, OP: Si yo fuera profesor de Religión, el día que tuviera que explicar el Misterio Trinitario, mandaría hacer un ejercicio práctico a los alumnos. Quizás alguno se pregunte qué tipo de ejercicio práctico puede hacerse sobre el Misterio del Dios Uno y Trino. Pues siga usted leyendo, porque también usted está invitado a hacerlo. Como todo ejercicio que se precie requiere de papel y lápiz, amén de un poco de atención y perspicacia. Este es el ejercicio: en la primera Eucaristía a la que asista, cuente las veces en las que la liturgia nombra explícitamente a las tres personas de la Trinidad en un mismo texto u oración, al Padre, al Hijo y el Espíritu Santo. Para empezar puede usted notar que en los cuatro primeros pasos de la Eucaristía aparece cuatro veces: en la invocación inicial, en el saludo del presidente a la asamblea, en el canto del Gloria y en la oración colecta. Aparece en la bendición con la que concluye la celebración. Y antes aparece varias veces más, por ejemplo en el Credo y en la doxología (“Por Cristo, con él y en él…”).
Lo más importante es que la Trinidad hace posibles las dos mesas de la Misa, la de la palabra y la eucarística, que al decir del Concilio Vaticano II, “están tan íntimamente unidas, que constituyen un solo acto de culto”. Cristo se hace presente en la eucaristía, como en el resto de los sacramentos, gracias a la acción del Espíritu Santo. Por eso, la plegaria eucarística está dirigida al Padre, al que se le pide que santifique “estos dones por la efusión del Espíritu” para que así se conviertan en cuerpo y sangre de Cristo. Y una vez recordadas las palabras del Señor en su última cena, la liturgia indica que este memorial del Hijo se ofrece al Padre para que infunda su Espíritu en los que participamos de la mesa del Señor. Lo mismo ocurre con la mesa de la Palabra: La Palabra de Dios Padre, que es su Hijo, se hace presente a través de las lecturas bíblicas y es acogida en los corazones de los creyentes gracias a la acción del Espíritu Santo. La Trinidad entera hace posible la Eucaristía y en la Eucaristía se hace presente. Y así, como dice san Cipriano, toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Jesucristo diseñó la Eucaristía para que en Ella le amemos y adoremos a Él, y con Él al Padre y al Espíritu Santo. Y, con Ellos, tengamos a toda la Iglesia Universal: al Cielo, al Purgatorio y a la Tierra. Y de ese Amor Divino no estamos excluidos nosotros, las almas aún en la Tierra, sino todo lo contrario, lo necesitamos más que nadie. Esa es la razón de comulgar, recibir el Amor de Dios hecho Carne en la Eucaristía, para que lo podamos recibir con toda certeza, con seguridad y sin dudas: ALLÍ ESTÁ ÉL. Y que, recibiendo el Amor, aprendamos a amar como Dios ama; porque de ello depende nuestra salvación y libertad.
Jesucristo quiere que en la Eucaristía realicemos y vivamos con perfección las dos dimensiones del Amor Divino —el amor a Dios y el amor al prójimo—, comulgándolo a Él y, en Él, comulgándonos los unos a los otros. Es así como ocurrirá la eucaristización del mundo, la transfiguración eucarística de todas las almas, cuando todas se amen y vivan unas a otras en Él y a través de Él en la Eucaristía. La Eucaristía no es solamente el Puente de unión con Dios, sino también el Puente de unión entre nosotros mismos, los unos con los otros.
Cuando vivimos esta doble dimensión de la Eucaristía, amando y comulgando a Dios y amando y comulgando al prójimo, surge una Trinidad de Amor Eucarístico que será la estructura eucarística elemental y primordial, sobre la que se construirá la Gran Comunión Universal de todas las Almas en la Eucaristía por medio de Jesucristo: la Eucaristización total del mundo, como hemos dicho.
Para vivir este Amor Eucarístico Trinitario, tenemos que construirlo todos y cada uno de nosotros en el momento de la Comunión Eucarística, comulgando a Jesucristo y en Él comulgando una a una y con mucha calma a todas las almas que Dios nos vaya inspirando (es labor de años y para toda la vida y más). En ese momento pedimos a Jesucristo poder formar con Él esa Trinidad, que no es sino la misma Alianza que Él fundó en el momento de instituir la Eucaristía. Esta Alianza se realiza con otras personas que conozcamos de común acuerdo, o con otras almas como acto de intercesión, o con las almas del Cielo o del Purgatorio. Es así como se realizará la inmersión de la Humanidad y del mundo en la Eucaristía con Jesucristo para que allí donde va y está la Cabeza de la Iglesia, esté también el Cuerpo y habite con Él: en el Santísimo Sacramento.
Vemos, entonces que en la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina. Jesucristo, pues, « que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha » (Hb 9,14), nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El « misterio de la fe » es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: « Ves la Trinidad si ves el amor.
Me parece también, importante compartir con Uds. la exposición de Benedicto XVI sobre la dimensión trinitaria de la Eucaristía, en la que incluso vuelve a citar a san Agustín cuando nos dice “Ves la Trinidad si ves el amor.” Es precisamente el amor encarnado a quien vemos en la hostia consagrada, porque estamos frente a Jesucristo, real y sustancialmente presente con toda su humanidad y toda su divinidad.
“« Este es el Misterio de la fe ». Con esta expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la consagración, el sacerdote proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es « misterio de la fe » por excelencia: « es el compendio y la suma de nuestra fe ». La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos: « La fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe ». Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial; « gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo ». Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor en medio de su pueblo.
La primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él ». Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da « algo », sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: « Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo »; y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: « Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo ». Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.
La misión para la que Jesús vino a nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí, antes de « entregar el espíritu » dice: « Todo está cumplido ». En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz, se ha cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios. Como he tenido ya oportunidad de decir: « En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical ». En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la « nueva y eterna alianza », estipulada en su sangre derramada. Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: « Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ». Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: « Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor ». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración.”
Concluyo con el Papa Francisco: ““Nuestra vida refleja el Dios en el que creemos: yo, que profeso la fe en Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo, ¿creo verdaderamente que para vivir necesito a los demás, necesito entregarme a los demás, necesito servir a los demás?
La Trinidad nos enseña que no se puede estar nunca sin el otro. No somos islas, estamos en el mundo para vivir a imagen de Dios: abiertos, necesitados de los demás y necesitados de ayudar a los demás…
María Santísima, en su sencillez y humildad, refleja la Belleza de Dios Uno y Trino, porque recibió plenamente a Jesús en su vida. Que ella sostenga nuestra fe; que nos haga adoradores de Dios y servidores de nuestros hermanos”
Canción
Bibliografía:
http://www.es.catholic.net/op/vercapitulo/6533/santisima-trinidad-y-eucaristia.html
https://stpatrickmiamibeach.com/church/es/la-eucaristia-y-la-santisima-trinidad/
http://nihilobstat.dominicos.org/articulos/la-trinidad-en-la-eucaristia/
https://www.davideucaristia.com/2015/07/el-amor-eucaristico-trinitario-de.html
https://www.primeroscristianos.com/cuaresma-renovado-camino-hacia-la-eucaristia/
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Febrero 2023.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.