Hay algo que debemos tener claro, independientemente de cual es tu batalla y del mal que te hayan hecho, ¡déjalo ir1 Sí, has leído esto correctamente.
Como dice el autor Gary Chapman, “El perdón no se trata de borrar tu memoria. El perdón no se trata de eliminar las consecuencias de las malas acciones. El perdón no se trata de reconstruir la confianza ni el perdón garantiza la reconciliación.”
El perdón se trata de amarte a ti mismo lo suficiente para liberarte del dolor. Se trata de dejar ir lo que no puedes cambiar. Se trata de renunciar a la esperanza de que las cosas hubieran podido ser diferentes. Se trata de liberarte del dolor, el resentimiento y la sed de venganza que envenena tu espíritu.
La parte más aterradora sobre el perdón es la noción errónea de que debes enfrentarte al causante de tu dolor. No tienes que enfrentarlo o hablar con la persona que te causó dolor a menos que así lo elijas. El perdón es un trabajo interno y solo te concierne a ti. Es tu elección y puedes hacerlo completamente solo. ¡Créeme! He estado allí y he hecho eso!
El perdón de las faltas cometidas es el regalo más excelente que uno puede recibir. Precisamente, la razón por la cual Jesucristo, nuestro Señor, vino al mundo como hombre y sufrió y murió por nosotros en la cruz fue para concedernos el regalo de la reconciliación con su Padre y con nuestros hermanos y hermanas. Todo lo que Cristo quiso hacer fue cerrar el abismo infranqueable de separación entre Dios y el ser humano que causó el pecado de Adán; es decir, llevarnos a cada uno de nosotros a una comunión perfecta con su Padre y con el prójimo. El Señor quiere que todos sus hijos tengan aquella magnífica experiencia de ser perdonados; pero no sólo por un momento, sino para toda la eternidad.
Vamos a hacer un recorrido sobre algunas reflexiones que nos hablan acerca del Perdón y la Misericordia de Dios.
El Papa Francisco afirma que “Jesús misericordia a los discípulos dándoles el Espíritu Santo. Lo otorga para la remisión de los pecados Los discípulos eran culpables, habían huido abandonando al Maestro. Y el pecado atormenta, el mal tiene su precio. Siempre tenemos presente nuestro pecado, dice el Salmo (cf. 51,5).
Solos no podemos borrarlo. Sólo Dios lo quita, sólo Él con su misericordia nos hace salir de nuestras miserias más profundas. Como aquellos discípulos, necesitamos dejarnos perdonar. Y decir de corazón: ‘Perdón, Señor’. Abrir el corazón para dejarse perdonar. El perdón en el Espíritu Santo es el don pascual para resurgir interiormente.
LA enseñanza que el Papa Francisco dio del pasaje evangélico de san Lucas (7, 36-50; que nos habla de la mujer pecadora que le longevidad los pies a Jesus con el mejor perfume, es que “precisamente reconocer los pecados, nuestra miseria, reconocer lo que somos y lo que somos capaces de hacer o hemos hecho es la puerta que se abre a la caricia de Jesús, al perdón de Jesús. Al respecto el Papa repitió una expresión muy querida por él: «el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados».
Al reflexionar sobre el evangelio de la curación del paralítico nos explica el Pontifice: “Jesucristo al comienzo le dice: “¡Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”. Tal vez esta persona quedó un poco sorprendida porque quería sanarse físicamente. Luego, frente a las críticas de los escribas, que entre sí lo acusaban de blasfemia, porque solo Dios puede perdonar los pecados, Jesús lo cura también en el cuerpo.
De hecho, las curaciones, la enseñanza, las palabras fuertes contra la hipocresía, eran solo un signo, un signo de algo más que Jesús estaba haciendo, es decir, el perdón de los pecados, porque es en Jesús en quien el mundo viene reconciliado con Dios, este es el milagro más profundo:
Esta reconciliación es la recreación del mundo: se trata de la misión más profunda de Jesús. La redención de todos nosotros los pecadores; y Jesús hace esto no con palabras, no con gestos, no andando por el camino, ¡no! ¡Lo hace con su carne! Es Él mismo Dios, quien se convierte en uno de nosotros, hombre, para sanarnos desde el interior, a nosotros los pecadores.
Jesús nos libera del pecado haciéndose Él mismo pecado, tomando sobre sí mismo todo el pecado y esto es la nueva creación. Jesús desciende de la gloria y se abaja, hasta la muerte, y una muerte de cruz, desde donde clama: Padre, ¡por qué me has abandonado! Tal es su gloria y esta es nuestra salvación”
Jesús, es nuestro Dios, tiene el poder de perdonar nuestros pecados, curar nuestras enfermedades, dar solución a nuestros problemas y consolar nuestras angustias y tristezas. El es la fuente de la vida y la felicidad. Busquemos siempre al Señor con confianza en El y venceremos los obstáculos que nos impiden verlo y llevar a nuestros hermanos ante su presencia Amorosa.
En la historia de José, que fue vendido por sus hermanos, José no se identifica ante sus hermanos, ellos no le reconocen, nos comentaFray Juan José de León Lastra. Pero llora por la ocasión que se le brinda, después de tantas peripecias, de ayudar a quienes le vendieron, le alejaron de su padre, de su tierra, de su hermano pequeño. No hay en él reacción de venganza. Por el contrario, él, el vendido por sus hermanos, a quien acuden suplicantes para tener que comer, para poder vivir, responde con lágrimas por la oportunidad que se le brinda de poder ayudarlos; y de poder ver a su hermano pequeño, Benjamín.
Misericordia sin verse superior, sin rebajar la condición de quien la solicita; alegre hasta las lágrimas, por poder ayudarles. Siguen siendo sus hermanos.
Es fácil aplicar eso a la vida de cada uno. No se trata sólo de perdonar, sino de sentirse feliz por ese perdón que podemos ofrecer, que restablece la relación fraterna.
En una sociedad que nos instruye sobre la venganza, y en medio de una gran deshumanización, este pasaje nos invita a volver nuestros ojos al amor y al perdón. En nuestra vida, habrá siempre alguien que no esté de acuerdo con nuestras ideas e incluso, con nuestra misma vida; tampoco faltará la ocasión para que esto lo lleve a buscar causarnos un mal.
En el texto de 2 Sam 18, 9-10. 14, 24-25. 30-19, 3, nos muestra una historia de intrigas, traiciones, asesinatos, deslealtades… en el seno de la familia del rey David, y de las que él no queda al margen.
La lucha por el poder, que quiebra el mundo de las relaciones, incluidas las más “sagradas” (de padres e hijos), que deshumaniza, que destroza a los protagonistas y a su entorno, en este caso a todo un pueblo.
Es precisamente ahí, en donde se muestra con toda claridad nuestro ser cristiano. No dejemos nunca que el rencor o la opresión de los demás nos nublen nuestro corazón con el sentimiento de venganza. Demos rienda suelta al amor y pidamos con todo nuestro corazón que emerjan de nosotros los sentimientos de perdón y de reconciliación.
El hombre que ha hecho de Dios su principio y fortaleza, no se alegra de la muerte de sus enemigos, pues el amor de Dios lo posee y lo lleva a considerar las cosas desde un plano superior.
David, al saber de la muerte de su hijo, quien le buscaba para matarlo y apoderarse así del trono, se entristece y, es tanto el amor que le tiene, que preferiría haber muerto en lugar de él.
“Así es la misericordia de Dios, nos explica el Papa Francisco. Debemos tener valor e ir hacia Él, pedir perdón por nuestros pecados y seguir adelante.
Daniel 3, 25. 34-43, nos dice Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia”, no sólo el arrepentimiento de Israel, sino el hecho de que ahora quieren “seguir, respetar y encontrar” al Señor, “Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos, y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor».”
Pensemos en cuántas veces nos hemos confesado sólo para salir del paso, sólo porque la ley lo manda, sólo para cumplir. En estas ocasiones hemos “expresado” nuestro pecado, pero: ¿Cuántas veces nos hemos arrepentido profundamente de manera que ya al ir ante el sacerdote nos hayamos propuesto cambiar?
En esta oración el ser humano glorifica a Dios de dos maneras: manifestando las acciones que el Señor ha hecho por el hombre; y por otro lado confesando sus propias culpas. Mc6, 12, nos invita a practicarlo: “«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y Dios que siempre es fiel a sus compromisos y que su opción por toda persona no tiene límites, la arropa con su amor y misericordia, mientras que el ser humano insiste en romper su fidelidad con el Señor. El texto dentro de su sobriedad retiene los elementos esenciales de una confesión: la relación entre Dios y el pueblo se entona en términos de “inocencia y justicia”, frente a “culpa y vergüenza”. Terminada la confesión viene la apelación a la misericordia, en la que se van desgranando los motivos del honor de Dios, sus promesas evocadas en el recuerdo de los patriarcas, la situación de su pueblo. Se añade además un propósito de enmienda: “Te seguiremos de todo corazón, te respetaremos, buscaremos tu rostro” (Dn 3,41ª) y una imprecación contra el enemigo. En este momento histórico del pueblo de Israel, la liberación está unida al fracaso de los opresores. Sin embargo, Jesús nos replanteará el tema del perdón capaz de transformar el tiempo presente y el futuro.
En esta misma línea, la parábola nos explica el Papa Francisco, “nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.”
Y es que, verdad que es cierto que muchas veces, nos atrevemos a medir y a llevar la cuenta de nuestra magnanimidad perdonadora, como lo hizo Pedro: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). A Pedro le parece que siete veces ya es mucho o que es, quizá, el máximo que podemos soportar. Bien mirado, Pedro resulta todavía espléndido, si lo comparamos con el hombre de la parábola que, cuando encontró a un compañero suyo que le debía cien denarios, «le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’» (Mt 18,28), negándose a escuchar su súplica y la promesa de pago.
Así, nuestra actitud a menudo es o negarnos a perdonar, o medir estrictamente a la baja el perdón. Verdaderamente, nadie diría que venimos de recibir de parte de Dios un perdón infinitamente reiterado y sin límites. La parábola dice: «Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda» (Mt 18,27). Y eso que la deuda era muy grande.
Entonces, viene el meollo del asunto; Pedro hace una pregunta oportuna. Desde nuestra conciencia autosatisfecha por el cristianismo de consumo masivo, nos reímos un poco de él, como si no se hubiera dado cuenta de que hay que perdonar siempre. Pero, repito ¿no surgen siempre dificultades para perdonar? ¿No encontramos objeciones continuamente para hacerlo?
Gracias Pedro por tu pregunta, pues eso nos lleva a reflexionar: ¿A quién tengo que perdonar? ¿Alimento mi memoria con el recuerdo del daño o el desprecio que me han hecho otros? ¿Me atrinchero en el rencor para defenderme de mis limitaciones y defectos? ¿Me desahogo con otros para que me confirmen en la animadversión que siento por algunos? ¿Me alegro cuando a mi “enemigo” le salen las cosas mal?
Y Jesús, en Mt 18, 21, nos responde que hay que perdonar siempre. No es un consejo, sino un mandato que va acompañado con una seria advertencia: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cuál no perdona de corazón a su hermano”. Entonces, es momento de tomarme en serio el perdón. Darme cuenta de que Jesús me ha perdonado. Por mis pecados está en la Cruz. Desde la Cruz imploró el perdón para los que le maltrataban.
Entonces, concluimos con la Palabra de Vida de este mes:
El capítulo 18 del evangelio de Mateo es un texto riquísimo, en el cual Jesús da instrucciones a sus discípulos sobre cómo vivir las relaciones en el interior de la comunidad apenas nacida. La pregunta que plantea Pedro retoma las palabras que Jesús había pronunciado poco antes: “Si tu hermano peca…”. Jesús está hablando y, poco después, Pedro lo interrumpe, como si se diera cuenta de que no ha comprendido bien lo que su Maestro acababa de decir. Y plantea una de las preguntas más relevantes referidas al camino que tiene que recorrer un discípulo. ¿Cuántas veces hay que perdonar?
“Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”
Interrogarse forma parte del camino de fe. Quien cree no cuenta con todas las respuestas, pero sigue siendo fiel no obstante los interrogantes. La pregunta de Pedro no se refiere al pecado contra Dios, sino más bien lo que corresponde hacer cuando un hermano comete culpas contra otro hermano. Pedro piensa que es un buen discípulo y que puede llegar a perdonar hasta siete veces. No espera esa respuesta inmediata de Jesús, que trastoca sus seguridades: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo, v.22). Los discípulos conocían bien las palabras de Lamec, el sanguinario hijo de Caín, que canta la repetición de la venganza hasta setenta veces siete. Aludiendo precisamente a esa afirmación, Jesús contrapone el perdón infinito a la venganza ilimitada.
“Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”
No se trata de perdonar a una persona que ofende continuamente, sino de perdonar repetidamente en nuestro corazón. El perdón verdadero, el que nos hace sentirnos libres, por lo general se da gradualmente. No es un sentimiento, no es olvidar: es la opción que el creyente tendría que realizar, no solamente cuando la ofensa se repite, sino cada vez que nos vuelve a la memoria. Por ello es necesario perdonar setenta veces siete.
Escribe Chiara Lubich: “Jesús apuntaba sobre todo a las relaciones entre cristianos, entre miembros de la misma convicción. Y antes que nada con los demás hermanos en la fe debes comportarte así: en la familia, en el trabajo, en la escuela o, si formas parte de ella, en tu comunidad religiosa. Sabes cuán a menudo se quiere compensar con un acto, con una palabra, la ofensa sufrida. Sabes que por diferencias de carácter o por nerviosismo u otras causas, las faltas de amor son frecuentes entre personas que conviven. Y bien, debes recordar que solamente una actitud de perdón, permanentemente renovado, puede preservar la paz y la unidad entre los hermanos. Tenderás siempre a pensar en los defectos de tus hermanos, a recordar su pasado, a pretender que sean diferentes de cómo son. Es necesario que tú te acostumbres a verlos con ojos nuevos, aceptándolos siempre y enseguida, en profundidad, incluso si no se arrepienten”.
“Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”
Todos nosotros pertenecemos a una comunidad de “perdonados”, porque el perdón es un don de Dios, del cual siempre tenemos necesidad. Tendríamos que maravillarnos perpetuamente de la inmensidad de la misericordia del Padre, que nos perdona si también nosotros perdonamos a nuestros hermanos.
Hay situaciones en las que no es fácil perdonar, acontecimientos que se desprenden de condiciones políticas, sociales, económicas en las que el perdón puede asumir una dimensión comunitaria. Muchos son los ejemplos de mujeres y hombres que supieron perdonar incluso en los contextos más duros, ayudados por la comunidad que los sostuvo.
Osvaldo es colombiano. Fue amenazado de muerte y vio cómo asesinaban a su hermano. Hoy es el referente de una comunidad campesina, y se ocupa de la recuperación de personas que habían estado directamente comprometidas con el conflicto armado de su país.
“Hubiera sido fácil responder a la venganza con otra violencia, pero dije que no”, explica. Y luego: “Aprender el arte de perdonar es muy difícil, pero las armas o la guerra nunca son una opción para transformar la vida. El camino de la transformación es diferente, es poder tocar el alma del otro y para hacerlo no necesitas de la soberbia ni de ningún otro poder; es necesaria la humildad, que es la virtud más difícil de construir”.
Nos indica el Papa Francisco comentando el evangelio de hoy mt 18, 21-19, 1: “Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?». Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.”
Nos decía el Padre Santiago Martín que el pecado es una experiencia personal de que uno es un pecador y tener la certeza de que para eso ha venido Jesús para salvarnos de la condenación eterna.
El gran desastre de esta época es no ser conscientes de esto: Yo también tengo lo mío (soy pecador) y no recordarlo cuando nos ofenden. Perdonamos porque somos pecadores. Eso nos ayudará a no comportarnos como el servidor malvado que acabando de ser perdonado no fue capaz de perdonar.
Es importante entonces, el auto perdón. Ir aprendiendo poco a poco a tolerar los errores por no ser perfectos. Aceptar nuestro estado de criaturas, se llama humildad.
Aceptar no solo el ser limitados y falible, sino también el error de haberse creído irreprochable, o pretender que podía serlo.
La forma de hacer esto es abrir la boca y sacarlo, una forma sencilla de comenzar a sanarnos.
Nombrar los sentimientos, las necesidades y el peso que hemos estado cargando.
Cuando intentamos esconder nuestra humanidad reforzamos el peso de que somos malos y no somos amados. Entonces nos abstenemos de escuchar las palabras del Señor: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” Mt 3, 17
Canción
Bibliografia:
Recopilación publicaciones https://vive-feliz.club
https://ciudadnueva.com.ar/wp-content/uploads/2022/07/PV-08-2022_doble.doc
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Agosto 2022.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.