Decíamos en el tema anterior que el tercer camino para ser Betanias es HACERLO AMAR.
Y uno de los caminos para llegar a esto es: Sirviendo con María y como ella. Su actitud es la más eficaz: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). La Iglesia se proclamó una Iglesia servidora del mundo y de los hombres. Por eso eligió como modelo de esa actitud a María. Con
Entonces sirviendo con amor a imitación de María. Este debe ser ante todo, un amor universal, después un amor que toma la iniciativa, un amor con empatía, poniéndose en su lugar para amarlo, no com uno le gusta, sino como el prójimo necesita y finalmente un amor que está dispuesto a dar nuevas oportunidades, a perdonar.
Amar a todos, no podemos excluir a nadie, todo tipo de exclusión no es coherente con el amor cristiano.
Amar primero, no esperar a que sea el otro el que tome la inciativa, sino salir a buscarlo. Amar es una bendición, es la auténtica experiencia de felicidad. Él verdaderamente afortunado no es el que se deja querer, sino el que quiere, el que ama.
Volver a empezar. Significa perdonar, para ello no hay nada mejor que meditar las palabras del Señor: “La medida que uses la usarán contigo”.
Volver a empezar es. También, pedir perdón, actitud que debe ir acompañada de un verdadero propósito de enmienda.
Hacerse uno con el prójimo para amarle, no sólo como me gustaría que me amaran, sino trascender esto y amar como él necesita ser amado.
Así es el amor a imitación de MAria, un amor religioso, experimentado como un deber y no como una opción, concreto y expresado también en la oración.
Un amor basado en la fe, no en sentimientos. ¿Quiéres construir el edificio de tu fe sobre una roca firme que nunca se desmorone? Imita a la Virgen. Ten su fe en Dios, en el amor de Dios. Y obra en consecuencia.
Para tomarnos en serio la imitación de María como modelo de comportamiento cristiano, como modelo de amor a Cristo, vamos a repasar cuál fue su espiritualidad. Es decir, cuáles fueron las claves espirituales que le hicieron comportarse como lo hizo, tanto en las situaciones delicadas y difíciles como en las rutinarias y habituales.
Tenemos que saber cómo vivió la Virgen y qué hizo ella para hacer nosotros lo mismo. No se trata de conocer lo que hizo nuestra Madre por una mera curiosidad intelectual, sino para saber qué tengo que hacer yo. Si yo sé qué hizo la Virgen y no lo aplico, no la imito, no me sirve de nada. El objetivo es conocer para, después, practicar.
Lo primero que destaca en la Virgen María es su fe. Por lo tanto, lo primero que tenemos que imitar de la espiritualidad de la Virgen María es la fe. Y lo más importante de la fe de María es la certeza de que Dios existe y de que ese Dios es el Señor del Universo, el Todopoderoso. Otros conceptos, como el del amor de Dios, serán añadidos a éste precisamente a través de las enseñanzas de su Hijo, que se convierte en Maestro de su propia Madre. Pero antes de que naciese Jesús, antes de que fuera concebido, María era ya una mujer creyente, estaba llena de fe del mismo modo que estaba llena de gracia. Tenía la fe de su pueblo, la fe judía, la fe que se recoge en el Antiguo Testamento y que había sido cuidadosamente sembrada allí por el Espíritu Santo a lo largo de muchas generaciones.
Los conceptos fundamentales de la fe del pueblo judío, de la fe de la Virgen, son: Dios es el Señor, el Todopoderoso; Dios es el Creador, todo lo que vemos procede de Él; Dios interviene en la historia, en la gran historia de los pueblos y en tu pequeña historia personal, en tu vida; Dios es justo y da a cada uno según su conducta, sin que eso signifique que ignora lo que es la misericordia. Ésta es la fe de María. Esto es lo primero que deberemos imitar de ella.
Si Dios es el Señor significa que yo soy el siervo. Hay que trabajar esta idea, porque, además, hoy no lo dice prácticamente nadie, y al no decirlo, lo olvidamos: nosotros no somos iguales a Dios. Dios es Nuestro Señor. Si podemos tutear a Dios es porque Él nos lo ha permitido, debido a que, en realidad, nosotros somos inferiores a Dios. Dios es Nuestro Señor, nosotros somos los siervos de Dios. Una expresión típica, propia de la fe judía, que considera a Dios como el Señor, dice: “Yo soy el siervo de Dios” y así vemos al profeta Samuel decirle a Yahvé: “Manda, Señor, que tu siervo escucha”.
Es, por tanto, necesario que tengamos esta actitud de que el Señor está por encima de nosotros. El Señor es más grande y más importante que nosotros. En nuestra época, como consideramos que Dios es un igual, nos falta completamente el sentido de la obediencia, y nos falta a todos los niveles: en la familia, en la Iglesia, en la misma sociedad. Nos falta el sentido de respeto a la autoridad, incluso al maestro; todo el mundo sabe de todo, es más listo que nadie y da lecciones a todos los demás; nadie quiere, en cambio, aprender. Este sentido de la autoridad y de la obediencia falta porque nos falta la raíz, que es sentir al Señor como a alguien que está por encima de nosotros. Una consecuencia de todo esto es asumir de manera natural que yo tengo unos deberes para con Dios, que tengo unas obligaciones que cumplir para con Dios.
Dios es el Señor, mi Señor; no es mi igual ni mi criado. Y porque es mi Señor yo tengo deberes y obligaciones que cumplir para con Él.
Es necesario trabajar espiritualmente con el concepto de obligación y con el concepto de deber. Hay que recuperarlo porque casi nadie lo defiende y casi nadie se atreve a decir: tenemos deberes para con Dios. Si estos deberes se asumen de forma natural, aprenderemos a tener deberes para con nuestra sociedad, deberes para con nuestros amigos, deberes para con nuestra empresa, deberes para con nuestra familia. Si, en cambio, los deberes para con Dios no están presentes en nuestra vida, todos los demás deberes, más o menos pronto, terminarán por caer. Si no está garantizado el deber para con Dios, que nos ha creado y que ha dado la vida por nosotros en la Cruz, no existe un fundamento del deber para con el hombre al cual en las más de las ocasiones no le debemos nada; existe, como mucho, el miedo a la represión, a la justicia, a la policía…; existe el miedo, pero no el fundamento interior profundamente arraigado de que yo tenga la obligación de respetar los derechos de los demás, aunque me cueste o no me convenga respetarlos. Si Dios está en su puesto, el primer puesto, él garantiza el puesto que tienen derecho a ocupar los demás en nuestra vida. Cuando Él es derribado de su trono, el primero que sale perjudicado es el prójimo más débil, que al perderle a Él ha perdido a su mejor valedor, a veces –como en el caso del aborto- a su único valedor.
El segundo punto de la fe de la Virgen es que Dios es el Creador. Dios es el que ha hecho todo esto, todo lo que existe, incluido yo mismo.
El concepto de Creación tiene profundas consecuencias espirituales y también sociales. Si Dios es Creador, significa que yo soy una criatura. Criatura es una palabra preciosa, en nuestra lengua esta palabra tiene un matiz de ternura; soy una criatura, soy alguien pequeño llevado en brazos por alguien más grande; al bebé que va en brazos de su madre en castellano se le llama “criatura”, una cosa pequeñita que necesita ser cuidada. Nosotros somos criaturas del Señor. Es algo muy hermoso, pues esa palabra dice que el Señor nos cuida y también que nosotros tenemos que sentirnos menos que aquél que es Nuestro Creador, que es quien nos ha hecho. Y de esa Creación proceden, precisamente, los derechos que Dios tiene sobre nosotros.
Vemos, pues, que estos dos primeros puntos de la fe de la Virgen, de la fe del pueblo judío tal y como había sido revelada por Dios en el Antiguo Testamento, coinciden en dar al creyente una doble sensación: la de que está en manos de alguien que es más grande y poderoso que él y la de que, precisamente por eso, debe fiarse de ese Alguien a quien llama Señor y al que pone por encima de cualquier otra criatura. El Señorío de Dios no produce en el hombre temor –al menos necesariamente, aunque después se haya desvirtuado y a lo largo de la historia haya dado lugar a ese sentimiento-. El Señorío de Dios produce en el hombre confianza. El creyente en el Dios Todopoderoso se siente en buenas manos y por eso está tranquilo.
Y esta sensación, esta certeza, quedaba reforzada por otro elemento fundamental de la fe de un judío: el hecho de que Dios interviene en la historia, en tu historia personal y en la historia de tu pueblo. Que Dios interviene en la historia significa que, por ejemplo, las oraciones son importantes y son útiles; significa que Dios me escucha y que puede intervenir en mi vida; Dios puede hacer milagros, y eso para un judío, al menos en la época de Cristo, era algo completamente natural.
En el libro del Génesis, cuando se cuenta esa intervención, el Señor dice a Moisés: “Los gritos de mi pueblo han llegado a mis oídos”. Es decir, Dios no es insensible a nuestro sufrimiento.
Naturalmente, todo esto tiene que compaginarse con otro elemento: el misterio. Porque si Dios no es insensible a nuestro sufrimiento, ¿por qué sufro?; si Dios interviene en la historia, ¿por qué a veces no interviene?; si Dios escucha las oraciones, ¿por qué a veces no las escucha?; si Dios es capaz de obrar milagros, y a veces los ha obrado en mi vida y en la de los demás, ¿por qué otras veces no los ha obrado? Ese elemento del misterio para un judío no representaba ningún problema porque era una consecuencia de lo anterior: si acepto que Dios es el Señor y es mi Creador, estoy aceptando el misterio, estoy aceptando que no puedo entender del todo a Dios; si digo que Dios interviene en la historia sin haber dicho antes que es el Señor y el Creador, entonces ese último punto sí es causa de problemas. Por ejemplo, un padre que acaba de ver morir a su niño podría preguntar: “Si Dios hace milagros, ¿por qué no ha curado a mi hijo”. O un obrero en paro diría: “¿Por qué no ha hecho que me toque la lotería para solucionar mis problemas económicos?”. La gente que vive en determinadas naciones sería lógico que preguntara: “¿Por qué está permitiendo la guerra en este país?”. O también, “¿por qué permite esa carnicería, esa hambre, ese terremoto… ?” En definitiva, si Dios interviene en la historia, ¿por qué hay tanto dolor y tanto sufrimiento? Es una pregunta a la que no podemos dar una respuesta satisfactoria, por lo menos de forma contundente. Ese porqué, cuando te toca de cerca, es muy angustioso. Cuanto más cerca está el dolor, más te duele, aunque, a lo mejor, tu sufrimiento es objetivamente pequeño comparado con el del otro, que es mucho más grande.
El problema que representa la coexistencia del mal y del dolor en el mundo con la fe en un Dios Todopoderoso que interviene en la historia del hombre para ayudar al hombre, queda resuelto con el concepto de misterio. Un concepto que nos lleva a decir: “Yo no entiendo, pero no entender no me hace entrar en crisis, porque no entenderlo todo con respecto a Dios es lo normal”. “No entiendo, Señor –le decimos a Dios los creyentes-, no entiendo por qué tú me has abandonado, como tampoco lo entendió tu Hijo cuando moría en la Cruz. Pero, como Él, como María, creo en tu amor, creo en ti”.
El cuarto elemento de la fe judía era el concepto de justicia de Dios. Durante muchos años, esta justicia divina no fue fácil de aceptar, puesto que no todos los judíos creían en la existencia de la vida eterna. La justicia de Dios se debía manifestar, por lo tanto, en esta tierra. Esta intervención justa de Dios se resumía con la frase: “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Sin embargo, la realidad demostraba que al menos en algunas ocasiones los malos vivían muy bien toda su vida mientras los buenos morían pasándolo mal. Un libro del Antiguo Testamento que recoge la crisis de fe que estas contradicciones provocaban es el de Job.
Sin embargo, en la época en que vivió la Virgen María –y por lo tanto en la época en que nació Jesús- eran ya muchos los judíos que creían en la vida eterna. Al menos desde la revolución de los Macabeos, unos ciento cincuenta años antes, se había ido abriendo camino la idea de que si Dios era justo, cosa de la cual un judío no podía dudar, debía haber una vida más allá de la muerte para que allí Dios terminara de hacer la justicia que, por causas misteriosas, no había llevado a cabo en la tierra. Dios siempre premia a los buenos y castiga a los malos, sólo que a veces lo hace aquí y otras en el más allá.
Con esto, naturalmente, no está dicho todo lo que se puede decir acerca de la fe de la Virgen. Si así fuera, Nuestra Madre no tendrá otra fe más que la de una buena creyente judía. Eso era ella antes de la Encarnación del Señor. Después pasó a completar esa fe con las enseñanzas de su Hijo. Dejó de ser judía para hacerse cristiana.
Pero, ¿cuál es la fe de la muchacha judía creyente en Jesucristo? La fe de María, creyente cristiana, que es también creyente judía pero con la plenitud de la Revelación traída por Jesucristo, tiene, además de todo lo anterior -no en contra-, otros ingredientes, que se pueden resumir en la fe en que Dios es Amor. El mismo Dios que es Señor, que es Creador, que interviene en tu historia, que es Justo, es también Amor. Su amor tiene el matiz de la paternidad, lo cual le convierte en un amor especialmente grande y fuerte. Todo esto no lo cree la Virgen porque sí, sino porque tiene la prueba de ello. Esa prueba incontestable e indudable del amor de Dios reside en el hecho de que ha enviado a su Hijo al mundo, ha hecho que su Hijo se hiciera hombre, muriera en la Cruz y resucitara. La fe en el Amor. Qué tipo de amor? Un amor extraordinario, un amor imposible de superar, un amor que excluye toda duda.
No puedo pedirle a Dios una prueba mayor de amor que la que ha dado enviando a su Hijo y haciendo que muriera en la Cruz para salvarnos. Así pues, un amor tan extraordinario tendría que eliminar toda duda de nuestra vida. Si tuviéramos esta fe, no tendríamos, realmente, ningún otro problema espiritual, porque el resto de las cosas serían una consecuencia de esto. Por eso es muy importante construir la casa desde los cimientos, y los cimientos son la fe en el amor de Dios. Pase lo que pase, nada te turbe, nada te espante, Dios existe y Dios te quiere, y, si tienes dudas del amor de Dios, mira la Cruz; entonces, te desaparecerán las dudas. ¿Qué más puede hacer Dios por ti que enviar a su Hijo a la muerte de la Cruz?, ¿qué más puede hacer para conquistar tu corazón y convencerte de que te quiere muchísimo?
El amor de Dios es un amor que ninguno merece, ni siquiera el más bueno de nosotros. Es un amor gratuito. Además de no merecerlo, el amor de Dios por el hombre es un amor que permanece, que no desaparece porque el hombre se comporte mal. La parábola del hijo pródigo nos enseña que el padre seguía queriendo al hijo extraviado y que, porque le amaba, oteaba el camino todos los días a ver si lo veía volver a casa. Esto tiene que darnos una gran paz, pues significa que el amor de Dios no está relacionado con nosotros ni con nuestros méritos.
Por último, el amor de Dios es un amor que nos sostiene en la lucha. Cuando estamos empeñados en la lucha, por ejemplo, por hacer el bien, o en la lucha por cambiar, nos damos cuenta de que el amor de Dios nos sostiene y nos levanta cuando hemos caído, nos da continuamente fuerza para luchar. Esto es, quizá, lo más bonito de Dios y lo experimentamos en todo momento. Por ejemplo, al comulgar, experimentas una fuerza nueva cada día; al confesarte, experimentas que realmente hay un lavado profundo interior y que hay una gracia de Dios que te ha hecho inocente de nuevo; cuando haces un poco de oración, cuando alimentas tu alma, experimentas una fuerza diferente, es como si hubieras tomado un rico plato, lleno de vitaminas. Dios te sostiene en la lucha: éste es el efecto del amor de Dios, no un amor que simplemente te pone en marcha como si diera cuerda a un muñeco y dejara al muñeco que anduviera con su cuerda, sino que es un amor que cuida permanentemente de ti, si te dejas cuidar con los Sacramentos.
Si de la primera parte de la fe de María, la que se inspira en el Antiguo Testamento, teníamos que aprender esa actitud de confianza en Dios y de respeto a Él, de la segunda tenemos que aprender la actitud de agradecimiento a Dios, agradecimiento a un Dios que me quiere de una manera tan extraordinaria. Estas tres actitudes marcan la fe de la Virgen María y tienen que marcar nuestra vida: confianza, respeto y agradecimiento. Si no existen estas tres actitudes, no podemos construir una espiritualidad sólida que resista las pruebas inevitables de la vida.
En resumen, la fe de la Virgen María, la fe que tenemos que tener y que depende de cada uno tenerla o no tenerla, tiene los siguientes componentes: Dios existe, Dios cuida de mí, Dios es mi Creador, yo tengo obligaciones para con Dios, Dios es justo y existe la vida eterna, no puede haber amor mayor que el que ya recibí cuando Dios envió a su Hijo al mundo y lo entregó por mí. Y esto tendría que ser suficiente para borrar nuestras dudas de fe, las dudas de que Dios interviene en nuestra historia y de que se preocupa por nosotros. Cuando tengas esas dudas, mira una cruz. Es una ofensa y un insulto espantoso hacia Dios preguntarle dónde está. En algún momento de mucha zozobra, y es comprensible (también Cristo lo hace en la Cruz), podemos preguntarle: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”. Pero, inmediatamente, tiene que brotar en nosotros la respuesta: “Señor, creo en ti, creo en tu amor”. Miro el crucifijo, lo veo crucificado y digo: “Es imposible, Señor, un amor más grande que éste”. Este amor es gratuito e inmerecido, por eso tengo que tener siempre la actitud de que no soy un igual, sino de que tengo que devolver, y nunca termino de devolver porque es más lo que he recibido que lo que puedo dar. Es un amor que me sostiene, que me acompaña y que siempre me permite volver. Ese amor me produce una gran confianza y también estimula en mí el noble sentimiento de la gratitud.
Un creyente que imita a María, que tiene la fe en Cristo que tenía María, está lleno de paz, de respeto y de agradecimiento. Porque tiene paz afronta las tormentas de la vida sin hundirse; porque sabe agradecer, busca darle a Dios lo más posible en lugar de estar siempre preguntándose cuáles son los mínimos.
La cuestión entonces es la siguiente: ¿tengo yo fe?, ¿tengo yo esa fe?, ¿tengo fe cuando, por ejemplo, hay algún problema en mi vida (pues es ahí donde se demuestra la fe)?, ¿creo yo que Dios existe y que se interesa por mí, que me cuida…., sobre todo cuando tengo algún problema?. Cuando sufro, cuando algo sale mal, cuando algo no funciona…, ¿tengo fe en que Dios existe y en que guía mis pasos?
Al fijarse en la Virgen María, uno descubre, en primer lugar, a una mujer de fe que, en sus muchos momentos de dificultades (no hay que olvidar que tuvo delante de Ella, crucificado, a su único Hijo) no dudó de que aquello estaba permitido por Dios. ¿Tengo yo esta fe de la Virgen María?¿Está mi fe está limitada a los acontecimientos?, ¿tengo fe sólo si las cosas van bien o, realmente, pase lo que pase, tengo fe?
Naturalmente, se puede tener una fe con dudas, con vaivenes, pero, al final, hay que tener fe en que de verdad Dios existe y en que Dios está cuidando de ti, velando por ti, y protegiendo tus pasos aunque tú, en ese momento, no puedas entender cómo es posible que si Dios es Amor, te estén sucediendo esas cosas.
¿Quiéres construir el edificio de tu fe sobre una roca firme que nunca se desmorone? Imita a la Virgen. Ten su fe en Dios, en el amor de Dios. Y obra en consecuencia.
Esta es el fe de María, si queremos vivir como Betanias, tenemos que tener la fe de María , La Admirable, lLa Madre Amada que vence al mundo con Amor y dar por siempre Paz y Vida que vienen del Cielo.
Canción
Bibliografía:
https://vive-feliz.club/la-fe-en-la-espi…-la-virgen-maria/
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Mayo 2023.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.