Para tomarnos en serio la imitación de María como modelo de comportamiento cristiano, como modelo de amor a Cristo, hay que empezar por conocer cuál fue su espiritualidad. Es decir, cuáles fueron las claves espirituales que le hicieron comportarse como lo hizo, tanto en las situaciones delicadas y difíciles como en las rutinarias y habituales.
Tenemos que saber cómo vivió la Virgen y qué hizo ella para hacer nosotros lo mismo. No se trata de conocer lo que hizo nuestra Madre por una mera curiosidad intelectual, sino para saber qué tengo que hacer yo. Si yo sé qué hizo la Virgen y no lo aplico, no la imito, no me sirve de nada. El objetivo es conocer para, después, practicar.
Lo primero que destaca en la Virgen María es su fe. Por lo tanto, lo primero que tenemos que imitar de la espiritualidad de la Virgen María es la fe. Y lo más importante de la fe de María es la certeza de que Dios existe y de que ese Dios es el Señor del Universo, el Todopoderoso. Otros conceptos, como el del amor de Dios, serán añadidos a éste precisamente a través de las enseñanzas de su Hijo, que se convierte en Maestro de su propia Madre. Pero antes de que naciese Jesús, antes de que fuera concebido, María era ya una mujer creyente, estaba llena de fe del mismo modo que estaba llena de gracia. Tenía la fe de su pueblo, la fe judía, la fe que se recoge en el Antiguo Testamento y que había sido cuidadosamente sembrada allí por el Espíritu Santo a lo largo de muchas generaciones.
A pesar de la gran ignorancia que tenemos sobre la biografía de la Virgen, podemos saber algunas cosas, como, por ejemplo, que María era una muchacha judía. María era una muchacha judía, de una familia creyente judía, esto es, una muchacha creyente en el judaísmo, que era la religión revelada, la religión verdadera. Por lo tanto, podemos suponer sin demasiada elucubración que Ella tenía la fe de cualquier persona judía.
La fe de la Virgen María y del pueblo judío antes de aquel 25 de marzo en que tuvo lugar la Encarnación, resumiéndolo muy brevemente, era la fe en un Dios Todopoderoso, en un Dios Creador, en un Dios que cuida de su pueblo y que interviene en la vida de su pueblo, pero también en un Dios justo –no justiciero- que sabe dar a cada uno lo que merece y que reserva un premio para los que han hecho el bien y un castigo para los que han hecho el mal. Ésta es la fe del pueblo judío, ésta es la fe revelada por Dios durante muchos siglos y que nosotros corremos el riesgo de estar olvidando en estos últimos años.
En el momento en el que iba a nacer Jesús, la tarde inmediatamente anterior a que se produjera la aparición del ángel en la casa de la Virgen, esa muchacha que aún no sabía que iba a ser la Madre del Mesías, esa muchacha que vivía en una aldea judía cualquiera llamada Nazaret, tenía esta fe, que fue el fundamento de lo que iba a venir más tarde y sin la cual no habría podido ocurrir nada de lo que ocurrió. El Señor tardó casi dos mil años, desde Abraham, en preparar la fe en el concepto de Dios en el que creía la Virgen, para poder llegar a lo que nosotros los cristianos llamamos la “plenitud de la Revelación”, la cual tuvo lugar a través de Jesucristo y en Jesucristo. Sin estos fundamentos, no se hubiera podido dar el siguiente paso, el representado y aportado por Cristo. Pues bien, esta fe primitiva –en el sentido de originaria, de básica, de imprescindible-, esta fe del Antiguo Testamento de la que no podemos prescindir, es la fe que poseía la Virgen María ya antes de que tuviera lugar la aparición del ángel Gabriel y la Encarnación del Señor. La imitación de María nos lleva, pues, a valorar todas las enseñanzas del Antiguo Testamento, a no prescindir de ellas, a no considerar –como hoy hacen muchos- que todo empieza con Jesucristo.
Como he dicho ya, los conceptos fundamentales de la fe del pueblo judío, de la fe de la Virgen, son: Dios es el Señor, el Todopoderoso; Dios es el Creador, todo lo que vemos procede de Él; Dios interviene en la historia, en la gran historia de los pueblos y en tu pequeña historia personal, en tu vida; Dios es justo y da a cada uno según su conducta, sin que eso signifique que ignora lo que es la misericordia. Ésta es la fe de María. Esto es lo primero que deberemos imitar de ella.
Si Dios es el Señor significa que yo soy el siervo. Hay que trabajar esta idea, porque, además, hoy no lo dice prácticamente nadie, y al no decirlo, lo olvidamos: nosotros no somos iguales a Dios. Dios es Nuestro Señor. Si podemos tutear a Dios es porque Él nos lo ha permitido, debido a que, en realidad, nosotros somos inferiores a Dios. Dios es Nuestro Señor, nosotros somos los siervos de Dios. Una expresión típica, propia de la fe judía, que considera a Dios como el Señor, dice: “Yo soy el siervo de Dios” y así vemos al profeta Samuel decirle a Yahvé: “Manda, Señor, que tu siervo escucha”.
Es, por tanto, necesario que tengamos esta actitud de que el Señor está por encima de nosotros. El Señor es más grande y más importante que nosotros. En nuestra época, como consideramos que Dios es un igual, nos falta completamente el sentido de la obediencia, y nos falta a todos los niveles: en la familia, en la Iglesia, en la misma sociedad. Nos falta el sentido de respeto a la autoridad, incluso al maestro; todo el mundo sabe de todo, es más listo que nadie y da lecciones a todos los demás; nadie quiere, en cambio, aprender. Este sentido de la autoridad y de la obediencia falta porque nos falta la raíz, que es sentir al Señor como a alguien que está por encima de nosotros. Una consecuencia de todo esto es asumir de manera natural que yo tengo unos deberes para con Dios, que tengo unas obligaciones que cumplir para con Dios.
Así pues, el primer elemento de la fe de la Virgen María, que tiene que ser el primer elemento de nuestra fe y, en general, de la del cristiano, es experimentar el señorío de Dios: Dios es mi Señor, yo soy un siervo ante el Señor. Conviene dejar claro que se es siervo sólo ante el Señor, no ante los hombres, al menos en el mismo sentido que se es ante Dios. Ser siervo ante Dios no es lo mismo que ser siervo ante los hombres. Ante éstos soy un igual y tengo que reclamar mis derechos; pero ante Dios yo me siento, me experimento, como un siervo: Dios es mi Señor. Cuando este sentido del “señorío” de Dios falta, su lugar es ocupado inmediatamente por la idea de que Dios es un igual que no tiene nada que enseñarnos y que tiene que convencernos de todo para que lo aceptemos; sin embargo, esta “igualdad” de Dios con el hombre dura poco y es sustituida muy pronto por la idea de que Dios es un “inferior” que está a nuestro servicio, una especie de “genio de la lámpara de Aladino”, que mandamos salir de su prisión para que nos sirva y que si no nos satisface plenamente volvemos a encerrar olvidándonos de él. Dios es el Señor, mi Señor; no es mi igual ni mi criado. Y porque es mi Señor yo tengo deberes y obligaciones que cumplir para con Él.
Es necesario trabajar espiritualmente con el concepto de obligación y con el concepto de deber. Hay que recuperarlo porque casi nadie lo defiende y casi nadie se atreve a decir: tenemos deberes para con Dios. Si estos deberes se asumen de forma natural, aprenderemos a tener deberes para con nuestra sociedad, deberes para con nuestros amigos, deberes para con nuestra empresa, deberes para con nuestra familia. Si, en cambio, los deberes para con Dios no están presentes en nuestra vida, todos los demás deberes, más o menos pronto, terminarán por caer. Si no está garantizado el deber para con Dios, que nos ha creado y que ha dado la vida por nosotros en la Cruz, no existe un fundamento del deber para con el hombre al cual en las más de las ocasiones no le debemos nada; existe, como mucho, el miedo a la represión, a la justicia, a la policía…; existe el miedo, pero no el fundamento interior profundamente arraigado de que yo tenga la obligación de respetar los derechos de los demás, aunque me cueste o no me convenga respetarlos. Si Dios está en su puesto, el primer puesto, él garantiza el puesto que tienen derecho a ocupar los demás en nuestra vida. Cuando Él es derribado de su trono, el primero que sale perjudicado es el prójimo más débil, que al perderle a Él ha perdido a su mejor valedor, a veces –como en el caso del aborto- a su único valedor.
En la vida tenemos deberes, aunque, por supuesto, también tenemos derechos. Todo esto es básico para un buen ordenamiento social, para una convivencia lógica. Y todo esto arranca de aquí: un sentimiento de deberes para con Dios que procede de la fe en que Dios es el Señor y yo soy el siervo del Señor.
El segundo punto de la fe de la Virgen es que Dios es el Creador. Dios es el que ha hecho todo esto, todo lo que existe, incluido yo mismo.
El concepto de Creación tiene profundas consecuencias espirituales y también sociales. Si Dios es Creador, significa que yo soy una criatura. Criatura es una palabra preciosa, en nuestra lengua esta palabra tiene un matiz de ternura; soy una criatura, soy alguien pequeño llevado en brazos por alguien más grande; al bebé que va en brazos de su madre en castellano se le llama “criatura”, una cosa pequeñita que necesita ser cuidada. Nosotros somos criaturas del Señor. Es algo muy hermoso, pues esa palabra dice que el Señor nos cuida y también que nosotros tenemos que sentirnos menos que aquél que es Nuestro Creador, que es quien nos ha hecho. Y de esa Creación proceden, precisamente, los derechos que Dios tiene sobre nosotros.
Hoy el concepto de Creación tiene, además, otras consecuencias. Por ejemplo: para la Iglesia y para nosotros significa que no podemos alterar las leyes del Dios Creador, que no podemos hacer de aprendices de brujo jugando con las leyes de la Naturaleza, porque puede ser enormemente peligroso; cuando la Iglesia habla del peligro que puede tener la energía atómica no habla de un problema, digamos, de orden abstracto, sino que está diciendo que, en función de las leyes de la Naturaleza, puede acarrear unos peligros, como después se ha visto, y que lo mismo que puede tener consecuencias positivas, puede tener también consecuencias espantosas; cuando la Iglesia nos pide precaución en la manipulación genética, lo dice por un sentido espiritual, y es que Dios ha puesto unas leyes en la Naturaleza que no se pueden alterar (son muchos los científicos que actualmente también levantan una voz de alarma diciendo que esa manipulación genética puede tener unas consecuencias tan terribles como la energía atómica). Hay que tener mucho cuidado a la hora de manipular las leyes establecidas por este Dios Creador.
Estas consecuencias, evidentemente, hace dos mil años, la Virgen no las tenía presentes. Pero, por esa concepción judía de que Dios es el Creador que viene reflejada en el libro del Génesis, Ella sí se sentía criatura de Dios, se sentía en manos de Dios.
Vemos, pues, que estos dos primeros puntos de la fe de la Virgen, de la fe del pueblo judío tal y como había sido revelada por Dios en el Antiguo Testamento, coinciden en dar al creyente una doble sensación: la de que está en manos de alguien que es más grande y poderoso que él y la de que, precisamente por eso, debe fiarse de ese Alguien a quien llama Señor y al que pone por encima de cualquier otra criatura. El Señorío de Dios no produce en el hombre temor –al menos necesariamente, aunque después se haya desvirtuado y a lo largo de la historia haya dado lugar a ese sentimiento-. El Señorío de Dios produce en el hombre confianza. El creyente en el Dios Todopoderoso se siente en buenas manos y por eso está tranquilo.
Y esta sensación, esta certeza, quedaba reforzada por otro elemento fundamental de la fe de un judío: el hecho de que Dios interviene en la historia, en tu historia personal y en la historia de tu pueblo. Que Dios interviene en la historia significa que, por ejemplo, las oraciones son importantes y son útiles; significa que Dios me escucha y que puede intervenir en mi vida; Dios puede hacer milagros, y eso para un judío, al menos en la época de Cristo, era algo completamente natural. De hecho, todavía hoy, cuando llega la Pascua, el pequeño de la casa recita, de una forma institucionalizada, toda la historia de la intervención del ángel, cuando hiere de muerte a los primogénitos de los egipcios y saca a los judíos de Egipto. Ellos son conscientes de que Dios interviene en la historia para salvar a su pueblo. En el libro del Génesis, cuando se cuenta esa intervención, el Señor dice a Moisés: “Los gritos de mi pueblo han llegado a mis oídos”. Es decir, Dios no es insensible a nuestro sufrimiento.
Naturalmente, todo esto tiene que compaginarse con otro elemento: el misterio. Porque si Dios no es insensible a nuestro sufrimiento, ¿por qué sufro?; si Dios interviene en la historia, ¿por qué a veces no interviene?; si Dios escucha las oraciones, ¿por qué a veces no las escucha?; si Dios es capaz de obrar milagros, y a veces los ha obrado en mi vida y en la de los demás, ¿por qué otras veces no los ha obrado? Ese elemento del misterio para un judío no representaba ningún problema porque era una consecuencia de lo anterior: si acepto que Dios es el Señor y es mi Creador, estoy aceptando el misterio, estoy aceptando que no puedo entender del todo a Dios; si digo que Dios interviene en la historia sin haber dicho antes que es el Señor y el Creador, entonces ese último punto sí es causa de problemas. Por ejemplo, un padre que acaba de ver morir a su niño podría preguntar: “Si Dios hace milagros, ¿por qué no ha curado a mi hijo”. O un obrero en paro diría: “¿Por qué no ha hecho que me toque la lotería para solucionar mis problemas económicos?”. La gente que vive en determinadas naciones sería lógico que preguntara: “¿Por qué está permitiendo la guerra en este país?”. O también, “¿por qué permite esa carnicería, esa hambre, ese terremoto… ?” En definitiva, si Dios interviene en la historia, ¿por qué hay tanto dolor y tanto sufrimiento? Es una pregunta a la que no podemos dar una respuesta satisfactoria, por lo menos de forma contundente. Ese porqué, cuando te toca de cerca, es muy angustioso. Cuanto más cerca está el dolor, más te duele, aunque, a lo mejor, tu sufrimiento es objetivamente pequeño comparado con el del otro, que es mucho más grande.
El problema que representa la coexistencia del mal y del dolor en el mundo con la fe en un Dios Todopoderoso que interviene en la historia del hombre para ayudar al hombre, queda resuelto con el concepto de misterio. Un concepto que nos lleva a decir: “Yo no entiendo, pero no entender no me hace entrar en crisis, porque no entenderlo todo con respecto a Dios es lo normal”. “No entiendo, Señor –le decimos a Dios los creyentes-, no entiendo por qué tú me has abandonado, como tampoco lo entendió tu Hijo cuando moría en la Cruz. Pero, como Él, como María, creo en tu amor, creo en ti”.
El cuarto elemento de la fe judía era el concepto de justicia de Dios. Durante muchos años, esta justicia divina no fue fácil de aceptar, puesto que no todos los judíos creían en la existencia de la vida eterna. La justicia de Dios se debía manifestar, por lo tanto, en esta tierra. Esta intervención justa de Dios se resumía con la frase: “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Sin embargo, la realidad demostraba que al menos en algunas ocasiones los malos vivían muy bien toda su vida mientras los buenos morían pasándolo mal. Un libro del Antiguo Testamento que recoge la crisis de fe que estas contradicciones provocaban es el de Job.
Sin embargo, en la época en que vivió la Virgen María –y por lo tanto en la época en que nació Jesús- eran ya muchos los judíos que creían en la vida eterna. Al menos desde la revolución de los Macabeos, unos ciento cincuenta años antes, se había ido abriendo camino la idea de que si Dios era justo, cosa de la cual un judío no podía dudar, debía haber una vida más allá de la muerte para que allí Dios terminara de hacer la justicia que, por causas misteriosas, no había llevado a cabo en la tierra. Dios siempre premia a los buenos y castiga a los malos, sólo que a veces lo hace aquí y otras en el más allá. Esta era la fe de la Virgen en aquel 25 de marzo, horas antes de recibir la visita del ángel Gabriel para anunciarle la encarnación del Señor.
Si nosotros no tenemos bien asentados estos cuatro elementos de fe: Dios es el Señor y tiene derechos sobre mí y yo deberes para con Él; Dios es el Creador, yo soy su criatura y por lo tanto, por un lado, estoy en las mejores manos y, por otro, no puedo entender del todo los planes de Dios; Dios interviene en mi vida y en la vida del pueblo para aliviar el sufrimiento de los hombres; Dios es justo y cumple siempre sus promesas de premiar el bien y castigar el mal, en esta vida o en la vida eterna. Sin estos cuatro aspectos fundamentales de la fe de la Virgen María, el edificio de nuestra relación con Dios no se puede construir adecuadamente, se caerá, y quizá estrepitosamente. Posiblemente durante años todo parezca que vaya bien, que somos buenos católicos y hasta católicos muy practicantes; pero en un momento dado, ante la aparición de alguna desgracia, la crisis nos rondará y la tentación empezará a sugerirnos que no existe nada, que todo es fruto de nuestra imaginación, que estamos solos ante nuestro destino, que Dios en caso de existir no tiene tiempo para preocuparse de nosotros. Y entonces vendrán los abandonos, el alejamiento de Dios y de la Iglesia. El edificio de nuestra relación con Dios –como profetizó Jesús- no estaba construido sobre una buena roca sino sobre arenas movedizas y al estallar la tormenta se habrá derrumbado.
Hay personas muy religiosas que cuando llega un duro golpe a su vida se desmoronan y sufren depresión, crisis de fe, alejamiento. Entonces se les oye decir: “¡Dios no existe!”, “¡Dios me ha traicionado”!, “¡Dios me ha abandonado!”, “¡Dios me ha engañado!”, “¡Cómo es posible, con lo que he rezado, que no me escuche!”.
Lo que sucede es que la fe no estaba bien asentada, no tenían una fe verdadera, tenían una fe cogida con alfileres, aunque tuviera una buena apariencia. Hay que tener una fe ordenada, una fe que parta de la creencia en la existencia de Dios, en el señorío de Dios, en la Creación de lo que existe por parte de Dios, con todas las consecuencias éticas que tiene también en nuestra época; una fe en que ese Dios Señor y Creador es un Dios que interviene en la historia, y que a veces, muchas veces, lo veo y lo toco; por otro lado, cada uno de nosotros, cuanto mayores vamos siendo, más conscientes somos de que esto es así. Seguro que podemos mencionar muchas ocasiones en las que hemos visto la mano de Dios protectora de nuestra vida, a veces de manera realmente extraordinaria, aunque después sea difícil testificarlo como un milagro. Pero, en otras ocasiones, no ha sido así; el mismo Dios que nos ha atendido, cinco minutos después parece no escuchar nuestras oraciones; también es cierto que, pasado el tiempo, te das cuenta de que fue mejor así, pero, en ese momento, tú no entendías y te llenabas de dudas. Quizá, cuando estemos en el Cielo y veamos la historia, nuestra historia o la historia de los nuestros, podamos decir: “¡Qué razón tuvo Dios al comportarse como lo hizo, porque, si no hubiera hecho esto, aunque yo no lo entendí y sufrí, habría sido peor, peor incluso para esta persona; quién sabe qué sufrimientos le hubieran esperado en la vida; gracias a que Dios se la llevó, se evitó que ocurriera algo peor!”.
Hay que trabajar para llegar a tener este tipo de fe. Si practicamos esta parte de la espiritualidad de la Virgen, muchísimos de nuestros problemas habrán desaparecido; tendríamos, os lo aseguro, una gran salud (y hablo de salud física y psíquica). Una persona que tiene fe en Dios es una persona sana, porque sigue el consejo de aquel poema de Santa Teresa: “Nada te turbe, nada te espante”. Escucharíamos en nuestro interior una frase suscitada por el Espíritu Santo: “Quédate tranquilo, Dios existe y cuida de ti”.
Sin embargo, nosotros creemos poco en esto y por eso nos ponemos en seguida nerviosos. Queremos tenerlo siempre todo controlado y que Dios sea no nuestro Señor, sino nuestro criado y, rápidamente, cuando no nos da lo que le pedimos, empezamos a dudar y a pensar que nos ha abandonado, que no existe, que es un traidor, etc.
Ten fe en que Dios existe, en que, aunque no entiendas los pasos de tu vida, Dios está detrás dándote el cuidado que necesitas. Te fe en que, aunque te parezca que llega demasiado tarde, eso es lo mejor para ti.
Debemos tener esta fe, entre otras cosas, porque no sirve de nada no tenerla. ¿De qué te sirve estar nervioso, angustiado…?, ¿de qué te sirve levantarte todos los días maldiciendo tu suerte? De nada. Naturalmente, una fe en la existencia de un Dios Amor no es una fe en la pasividad, es una fe en la actividad, pero es una fe que te da paz interior, y, por lo tanto, te da salud. Estoy seguro de que así muchos de nuestros problemas serían distintos. Estropeamos muchas cosas precisamente porque estamos nerviosos, porque hemos perdido la fe, hemos perdido la certeza de que no estamos solos, y empezamos a creer que todo depende de nosotros, que tenemos que llegar a todos los sitios, que tenemos que tapar todos los agujeros, que tenemos que dejarles los problemas económicos resueltos a nuestros hijos, intentamos que no sufran por asuntos de trabajo, por problemas de salud…, al final, estamos inquietos y nerviosos por todas estas cosas, cuando, en realidad, aunque pudiéramos hacerlas, tendríamos que hacerlas con paz interior.
La primera lección, por lo tanto, de la espiritualidad de la Virgen María se podría resumir en la siguiente frase: estate tranquilo, criatura de Dios, estate tranquilo. Aquella actitud de San Francisco de Asís que recoge el consejo evangélico que invita a la confianza: “Contemplad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos” (Mt 6, 28-29). Estate tranquilo, recupera la paz, ten paz, ten confianza, Dios existe y cuida de ti, está presente en tu vida; tienes que moverte, trabajar, luchar…, pero con paz interior. Las cosas no dependen sólo de ti; dependen también de ti, pero, sobre todo, de Dios. Tienes que creer que Dios es un Señor, un Caballero que te quiere y te cuida, aunque esto sólo pueda ser creído aceptando el concepto de misterio. Es decir, precisamente porque Dios es Señor, forzosamente no puedes entender sus planes.
Con esto, naturalmente, no está dicho todo lo que se puede decir acerca de la fe de la Virgen. Si así fuera, Nuestra Madre no tendrá otra fe más que la de una buena creyente judía. Eso era ella antes de la Encarnación del Señor. Después pasó a completar esa fe con las enseñanzas de su Hijo. Dejó de ser judía para hacerse cristiana.
Hasta aquí hemos visto la fe de una muchacha judía. He resumido, por tanto, en unas líneas dos mil años de historia del Antiguo Testamento. Pero, ¿cuál es la fe de la muchacha judía creyente en Jesucristo? La fe de María, creyente cristiana, que es también creyente judía pero con la plenitud de la Revelación traída por Jesucristo, tiene, además de todo lo anterior -no en contra-, otros ingredientes, que se pueden resumir en la fe en que Dios es Amor. El mismo Dios que es Señor, que es Creador, que interviene en tu historia, que es Justo, es también Amor. Su amor tiene el matiz de la paternidad, lo cual le convierte en un amor especialmente grande y fuerte. Todo esto no lo cree la Virgen porque sí, sino porque tiene la prueba de ello. Esa prueba incontestable e indudable del amor de Dios reside en el hecho de que ha enviado a su Hijo al mundo, ha hecho que su Hijo se hiciera hombre, muriera en la Cruz y resucitara. La fe en el amor de Dios, por lo tanto, se pone de manifiesto a través de Jesucristo.
Yo, cuando tengo dudas de fe, cuando, en algún momento, mi vida se ve zarandeada por cosas que no entiendo, le pregunto a Dios el porqué, y el Señor y la Virgen me dicen: “Mira la Cruz, ¿puedes tener dudas del amor de Dios hacia ti y hacia la Humanidad mirando la Cruz?”. Y Cristo en la Cruz me dice: “¿Qué más puedo hacer? Tú querrías que hiciera un milagro, pero, ¿es que éste no es el gran milagro?. Tú querrías que te resolviera este problema, pero, ¿es que ésta no es la solución de todos los problemas?”.
La demostración insuperable de que Dios se preocupa por nosotros es la Encarnación y Muerte de Jesucristo en la Cruz y su Resurrección. Si esto no nos basta para estar absolutamente seguros del interés de Dios por su pueblo y por cada uno de nosotros, no puede haber nada más. Si te cura una enfermedad y tú te quedas tranquilo y seguro de que Dios te quiere, mañana tendrás otra enfermedad; si te soluciona este problema, mañana tendrás otro problema; si consigues ahora un trabajo, un premio…, mañana tendrás una necesidad distinta, que puede que no sea de dinero pero sí, por ejemplo, de salud, de afecto… Pero la Muerte de Cristo en la Cruz y su Resurrección, es la solución de todos los problemas, entre otras cosas, porque sabes que hay otra vida, y, al saberlo, también sabes que los problemas de aquí no son más que problemas transitorios, y que incluso la muerte, que es el gran problema, no es más que un tránsito; incluso la muerte de las personas que amas, que, naturalmente, es una de las desgracias más dolorosas que pueden ocurrir, sobre todo la muerte de un hijo, no es más que un tránsito y nos vamos a reunir con ellas. Ésta es nuestra fe y es la fe de la Virgen María. Una fe que completa la anterior y que, aún más que aquella, nos debe llenar de paz, de tranquilidad espiritual, de esperanza.
Esa muchacha judía que cree que su Hijo es el Hijo de Dios, cree que Dios es Amor; ya creía antes que ese Dios era Señor y, por lo tanto, sabía que tenía obligaciones para con Él; creía que era el Creador, por lo cual se sentía criatura en sus manos y aceptaba no entenderlo todo; creía en la intervención de Dios en su vida y, por esa intervención, creía en un cierto tipo de amor de Dios; creía en la Justicia de Dios y eso le daba la paz de saber que había una vida más allá de la muerte donde serían recompensados sus esfuerzos y fidelidades. Pero ahora, a partir de la fe que le aporta su Hijo, cree mucho más profundamente en que Dios es Amor. ¿Qué tipo de amor? Un amor extraordinario, un amor imposible de superar, un amor que excluye toda duda.
No puedo pedirle a Dios una prueba mayor de amor que la que ha dado enviando a su Hijo y haciendo que muriera en la Cruz para salvarnos. Así pues, un amor tan extraordinario tendría que eliminar toda duda de nuestra vida. Si tuviéramos esta fe, no tendríamos, realmente, ningún otro problema espiritual, porque el resto de las cosas serían una consecuencia de esto. Por eso es muy importante construir la casa desde los cimientos, y los cimientos son la fe en el amor de Dios. Pase lo que pase, nada te turbe, nada te espante, Dios existe y Dios te quiere, y, si tienes dudas del amor de Dios, mira la Cruz; entonces, te desaparecerán las dudas. ¿Qué más puede hacer Dios por ti que enviar a su Hijo a la muerte de la Cruz?, ¿qué más puede hacer para conquistar tu corazón y convencerte de que te quiere muchísimo?
Ahora bien, si esta es la consecuencia primera de este tipo de fe que encontramos en la Virgen –la fe del Antiguo Testamento enriquecida con la fe en el amor paternal de Dios-, hay una segunda consecuencia que va unida a la anterior.
El amor de Dios es un amor que ninguno merece, ni siquiera el más bueno de nosotros. Es un amor gratuito. Debemos tener esto en cuenta, especialmente las personas buenas, pues tienen la tentación de creer que están en paz con Dios, que no le deben nada, que no tienen ninguna deuda con Dios, porque ya la han pagado con, por ejemplo, la Misa del domingo, dando una limosna, haciendo una obra social, etc. En realidad, las personas buenas de verdad saben que la deuda con Dios es impagable, porque ha dado a su Hijo por nosotros, ha muerto por nosotros y nos ha dado la vida eterna. Y ésta es una deuda impagable. Lo que sí se puede hacer es intentar pagarla, pero sabemos que es imposible conseguirlo del todo.
El amor de Dios es gratuito. El Cielo es un regalo de Dios, la Salvación es un regalo de Dios; la Salvación es gratuita, gracia de Dios. Nosotros colaboramos en esa Salvación con nuestras buenas obras y sin ellas, obviamente, no podemos acceder a la Salvación; pero no son nuestras buenas obras las que nos salvan, sino la sangre derramada de Cristo, el amor redentor de Cristo.
Además de no merecerlo, el amor de Dios por el hombre es un amor que permanece, que no desaparece porque el hombre se comporte mal. La parábola del hijo pródigo nos enseña que el padre seguía queriendo al hijo extraviado y que, porque le amaba, oteaba el camino todos los días a ver si lo veía volver a casa. Esto tiene que darnos una gran paz, pues significa que el amor de Dios no está relacionado con nosotros ni con nuestros méritos. Por ejemplo: si no fuera un amor que permanece, sería un amor con límite, el límite de la respuesta del hombre al amor de Dios. Sería como si ocurriera algo así: “Dios empieza amándote, ¿te portas bien?, Dios te sigue queriendo; ¿no te portas bien?, Dios se cansa de ti”. Pero no es así como ocurren las cosas. Dios es siempre fiel. Dios empieza queriéndote, ¿no te mereces que Él te quiera porque te portas mal?, Él te sigue queriendo de igual modo. Y gracias a ese amor que permanece, nosotros podemos cambiar; sabemos que en cualquier momento podemos decir: “Padre, perdóname”. Sabemos que siempre podemos volver a la casa del Padre. No nos vamos a encontrar con un Dios airado que dice: “Sinvergüenza, toda la vida por ahí, ahora vienes, cuando ya eres mayor, cuando ya tienes miedo a la muerte, cuando has dilapidado tu fortuna, cuando ya no tienes amigos de juergas, cuando no tienes dinero ni salud, cuando te queda media hora de vida…”. No es ése el Dios en el que creemos, no es ése el Dios de María, sino en el que dice: “¿Vienes con dieciocho años? Bien, tenemos mucho tiempo por delante”, “¿Vienes cuando tienes noventa años y te queda un minuto de vida? Bienvenido a casa. Mataré igualmente un ternero cebado por ti. Eres, efectivamente, un sinvergüenza, no te lo mereces, pero tampoco se lo merece el otro. Te voy a acoger igual”. Ese Padre que acoge siempre es el Dios amor en el que creía la Virgen, discípula de Cristo. Y esta fe es enormemente confortadora. Ésta es nuestra fe.
Es verdad que alguno puede decir que, entonces, volverá a la fe en el último minuto, pero corre el riesgo de no tener ese último minuto porque se le presente por sorpresa el momento final. Además, los que estamos, con la ayuda de Dios, dentro de su casa sabemos que es una suerte estar en ella y no sentimos envidia de los que están fuera. La fortuna no es estar fuera de la casa haciendo el sinvergüenza y volver en el último minuto, sino no marcharse de la casa del Padre, porque es con Él como se está bien. Si no estás bien con el Padre, ¿por qué vuelves?, si estás mejor fuera de la casa, no vuelvas. Se trata de volver porque es estando con el Padre como se está bien; aunque, lógicamente, estar dentro de la casa implica un precio que hay pagar; pero estar fuera también implica pagar un precio, es más, quienes están fuera de la casa pagan un precio elevadísimo: el pecado, la falta de felicidad. La adoración a Satanás tiene un precio mucho más alto que la adoración al Dios verdadero.
Por último, el amor de Dios es un amor que nos sostiene en la lucha. Cuando estamos empeñados en la lucha, por ejemplo, por hacer el bien, o en la lucha por cambiar, nos damos cuenta de que el amor de Dios nos sostiene y nos levanta cuando hemos caído, nos da continuamente fuerza para luchar. Esto es, quizá, lo más bonito de Dios y lo experimentamos en todo momento. Por ejemplo, al comulgar, experimentas una fuerza nueva cada día; al confesarte, experimentas que realmente hay un lavado profundo interior y que hay una gracia de Dios que te ha hecho inocente de nuevo; cuando haces un poco de oración, cuando alimentas tu alma, experimentas una fuerza diferente, es como si hubieras tomado un rico plato, lleno de vitaminas. Dios te sostiene en la lucha: éste es el efecto del amor de Dios, no un amor que simplemente te pone en marcha como si diera cuerda a un muñeco y dejara al muñeco que anduviera con su cuerda, sino que es un amor que cuida permanentemente de ti, si te dejas cuidar con los Sacramentos.
Si de la primera parte de la fe de María, la que se inspira en el Antiguo Testamento, teníamos que aprender esa actitud de confianza en Dios y de respeto a Él, de la segunda tenemos que aprender la actitud de agradecimiento a Dios, agradecimiento a un Dios que me quiere de una manera tan extraordinaria. Estas tres actitudes marcan la fe de la Virgen María y tienen que marcar nuestra vida: confianza, respeto y agradecimiento. Si no existen estas tres actitudes, no podemos construir una espiritualidad sólida que resista las pruebas inevitables de la vida.
Hay que tener esto en el corazón: confianza. Ten confianza en Dios, en que existe, en que te quiere. Ten respeto, para no tomarle el pelo, para no abusar de su bondad, para no volver contra Él su amor por ti, como si le estuvieses tentando para que dejara de quererte y empezara a castigarte. Y ten gratitud, ten agradecimiento a ese Dios que te quiere tantísimo. Por lo tanto, no escatimes, no estés siempre midiendo para dar lo menos posible, sino, al contrario, procura dar lo más posible. Ten gratitud en tu corazón. Una persona que tiene este tipo de fe procura darle a Dios lo más posible; en cambio, una persona que siempre está preguntando cuál es el mínimo, una persona que pregunta si se puede salvar yendo a Misa en lugar de todos los domingos una vez al mes, esa persona no tiene agradecimiento. A la persona que sabe agradecer le gustaría poder ir más a Misa, dar más limosna, estar más tiempo con alguien que sufre… Ésa es la consecuencia del agradecimiento. Una persona agradecida busca dar lo más que puede; una persona que no agradece, que comercia y que le regatea siempre a Dios dice: “Si puedo darle menos, menos le daré, porque en realidad él no me importa nada, lo que me importa es salvarme. Yo no le amo, me amo a mí mismo”.
En resumen, la fe de la Virgen María, la fe que tenemos que tener y que depende de cada uno tenerla o no tenerla, tiene los siguientes componentes: Dios existe, Dios cuida de mí, Dios es mi Creador, yo tengo obligaciones para con Dios, Dios es justo y existe la vida eterna, no puede haber amor mayor que el que ya recibí cuando Dios envió a su Hijo al mundo y lo entregó por mí. Y esto tendría que ser suficiente para borrar nuestras dudas de fe, las dudas de que Dios interviene en nuestra historia y de que se preocupa por nosotros. Cuando tengas esas dudas, mira una cruz. Es una ofensa y un insulto espantoso hacia Dios preguntarle dónde está. En algún momento de mucha zozobra, y es comprensible (también Cristo lo hace en la Cruz), podemos preguntarle: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”. Pero, inmediatamente, tiene que brotar en nosotros la respuesta: “Señor, creo en ti, creo en tu amor”. Miro el crucifijo, lo veo crucificado y digo: “Es imposible, Señor, un amor más grande que éste”. Este amor es gratuito e inmerecido, por eso tengo que tener siempre la actitud de que no soy un igual, sino de que tengo que devolver, y nunca termino de devolver porque es más lo que he recibido que lo que puedo dar. Es un amor que me sostiene, que me acompaña y que siempre me permite volver. Ese amor me produce una gran confianza y también estimula en mí el noble sentimiento de la gratitud.
Un creyente que imita a María, que tiene la fe en Cristo que tenía María, está lleno de paz, de respeto y de agradecimiento. Porque tiene paz afronta las tormentas de la vida sin hundirse; porque sabe agradecer, busca darle a Dios lo más posible en lugar de estar siempre preguntándose cuáles son los mínimos.
La cuestión entonces es la siguiente: ¿tengo yo fe?, ¿tengo yo esa fe?, ¿tengo fe cuando, por ejemplo, hay algún problema en mi vida (pues es ahí donde se demuestra la fe)?, ¿creo yo que Dios existe y que se interesa por mí, que me cuida…., sobre todo cuando tengo algún problema?. Cuando sufro, cuando algo sale mal, cuando algo no funciona…, ¿tengo fe en que Dios existe y en que guía mis pasos?
Al fijarse en la Virgen María, uno descubre, en primer lugar, a una mujer de fe que, en sus muchos momentos de dificultades (no hay que olvidar que tuvo delante de Ella, crucificado, a su único Hijo) no dudó de que aquello estaba permitido por Dios. ¿Tengo yo esta fe de la Virgen María?¿Está mi fe está limitada a los acontecimientos?, ¿tengo fe sólo si las cosas van bien o, realmente, pase lo que pase, tengo fe?
Naturalmente, se puede tener una fe con dudas, con vaivenes, pero, al final, hay que tener fe en que de verdad Dios existe y en que Dios está cuidando de ti, velando por ti, y protegiendo tus pasos aunque tú, en ese momento, no puedas entender cómo es posible que si Dios es Amor, te estén sucediendo esas cosas.
¿Quiéres construir el edificio de tu fe sobre una roca firme que nunca se desmorone? Imita a la Virgen. Ten su fe en Dios, en el amor de Dios. Y obra en consecuencia.
Franciscanos de María
Material de Espiritualidad
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Febrero 2019
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo me sale bien”
Sor Evelia 08/01/2013.
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