En el Libro Jesús de Nazareth de Benedicto XVI, afirma que para la interpretación del Padrenuestro, esto tiene un doble significado. Por un lado, es muy importante escuchar lo más atentamente posible la palabra de Jesús tal como se nos ha transmitido a través de las Escrituras. Debemos intentar descubrir realmente, lo mejor que podamos, lo que Jesús pensaba, lo que nos quería transmitir con esas palabras. Pero debemos tener presente también que el Padrenuestro procede de su oración personal, del diálogo del Hijo con el Padre. Esto quiere decir que tiene una profundidad que va mucho más allá de las palabras. Comprende la existencia humana de todos los tiempos en toda su amplitud y, por tanto, no se puede sopesar con una interpretación meramente histórica, por más importante que sea.
Mientras Mateo nos ha transmitido el Padrenuestro en la forma con que la Iglesia lo ha aceptado y utilizado en su oración, Lucas nos ha dejado una versión más breve. La discusión sobre cuál sea el texto más original no es superflua, pero tampoco decisiva. Tanto en una como en otra versión oramos con Jesús, y estamos agradecidos de que en la forma de las siete peticiones de Mateo esté más claramente desarrollado lo que en Lucas parece estar sólo bosquejado.
Antes de entrar en la explicación de cada parte, veamos brevemente la estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo. Consta de una invocación inicial y siete peticiones. Tres de éstas se articulan en torno al “Tú” y cuatro en torno al “nosotros”. Las tres primeras se refieren a la causa misma de Dios en la tierra; las cuatro siguientes tratan de nuestras esperanzas, necesidades y dificultades. Se podría comparar la relación entre los dos tipos de peticiones del Padrenuestro con la relación entre las dos tablas del Decálogo, que en el fondo son explicaciones de las dos partes del mandamiento principal -el amor a Dios y el amor al prójimo-, palabras clave que nos guían por el camino del amor.
De este modo, también en el Padrenuestro se afirma en primer lugar la primacía de Dios, de la que se deriva por sí misma la preocupación por el modo recto de ser hombre. También aquí se trata ante todo del camino del amor, que es al mismo tiempo un camino de conversión. Para que el hombre pueda presentar sus peticiones adecuadamente tiene que estar en la verdad. Y la verdad es: “Primero Dios, el Reino de Dios” (cf. Mt 6, 33). Antes de nada, hemos de salir de nosotros mismos y abrirnos a Dios. Nada puede llegar a ser correcto si no estamos en el recto orden con Dios. Por eso, el Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de Él, nos lleva por los caminos del ser hombres. Finalmente, llegamos hasta la última amenaza con la cual el Maligno acecha al hombre: se nos puede hacer presente la imagen del dragón apocalíptico, que lucha contra los hombres “que guardan los mandatos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12, 17).
Pero siempre permanece la invocación inicial: Padrenuestro. Sabemos que Él está con nosotros, que nos lleva de la mano y nos salva. En su libro de Ejercicios espirituales, el padre Hans-Peter Kolvenbach habla de un staretz ortodoxo que insistía en “hacer entonar el Padrenuestro siempre con las últimas palabras, para ser dignos de finalizar la oración con las palabras del comienzo: “Padre nuestro””. De este modo -explicaba el staretz-, se recorre el camino pascual: “Se comienza en el desierto con las tentaciones, se vuelve a Egipto, luego se recorre la vía del éxodo con las estaciones del perdón y del maná de Dios y, gracias a la voluntad de Dios, se llega a la tierra prometida, el Reino de Dios, donde Él nos comunica el misterio de su Nombre: “Padre nuestro” (p. 65s).
Ojalá que ambos caminos, el ascendente y el descendente, nos recuerden que el Padrenuestro es siempre una oración de Jesús, que se entiende a partir de la comunión con Él. Rezamos al Padre celestial, que conocemos a través del Hijo; y así, en el trasfondo de las peticiones aparece siempre Jesús, como veremos al comentarlas en detalle. Por último, dado que el Padrenuestro es una oración de Jesús, se trata de una oración trinitaria: con Cristo mediante el Espíritu Santo oramos al Padre.
Padre nuestro, que estás en el cielo
Comenzamos con la invocación “Padre”. Reinhold Schneider escribe a este propósito en su explicación del Padrenuestro: “El Padrenuestro comienza con un gran consuelo; podemos decir Padre. En una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la redención. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios” (p. 10). Pero el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra “padre”, pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los padres.
Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué significa precisamente la palabra “padre”. En la predicación de Jesús el Padre aparece como fuente de todo bien, como la medida del hombre recto (“perfecto”): “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos…” (Mt 5, 44s). El “amor que llega hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1), que el Señor ha consumado en la cruz orando por sus enemigos, nos muestra la naturaleza del Padre: este amor es Él. Puesto que Jesús lo pone en práctica, Él es totalmente “Hijo” y, a partir de este criterio, nos invita a que también nosotros seamos “hijos”.
Veamos otro texto más. El Señor recuerda que los padres no dan una piedra a sus hijos que piden pan, y prosigue: “Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?” (Mt 7, 11).
Lucas especifica las “cosas buenas” que da el Padre cuando dice: “… ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?” (Lc 11, 13). Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La “cosa buena” que nos da es Él mismo. En este punto resulta sorprendentemente claro que lo verdaderamente importante en la oración no es esto o aquello, sino que Dios se nos quiere dar. Éste es el don de todos los dones, lo “único necesario” (cf. Lc 10, 42). La oración es un camino para purificar poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo que necesitamos de verdad: a Dios y a su Espíritu.
Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir del amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia “perfección”, para así convertirnos también nosotros en “hijos”, entonces resulta perfectamente manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace patente que en el espejo de la figura de Jesús re-conocemos quién es y cómo es Dios: a través del Hijo encontramos al Padre. “El que me ve a mí, ve al Padre”, dice Jesús en el Cenáculo ante la petición de Felipe: “Muéstranos al Padre” (Jn 14, 8s). “Señor, muéstranos al Padre”, le decimos constantemente a Jesús, y la respuesta, una y otra vez, es el Hijo: a través de Él, sólo a través de Él, aprendemos a conocer al Padre. Y así resulta evidente el criterio de la verdadera paternidad. El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el cielo, sino que nos muestra a partir del cielo -desde Jesús- cómo deberíamos y cómo podemos llegar a ser hombres.
Pero ahora debemos observar aún mejor para darnos cuenta de que, según el mensaje de Jesús, el hecho de que Dios sea Padre tiene para nosotros dos dimensiones: por un lado, Dios es ante todo nuestro Padre puesto que es nuestro Creador. Y, si nos ha creado, le pertenecemos: el ser como tal procede de Él y, por ello, es bueno, porque es participación de Dios. Esto vale especialmente para el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción latina: “Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones”. La idea de que Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios. Él conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación, el ser humano es ya de un modo especial “hijo” de Dios. Dios es su verdadero Padre: que el hombre sea imagen de Dios es otra forma de expresar esta idea.
Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de modo único “imagen de Dios” (cf. 2 Co 4, 4; Col 1, 15). Basándose en esto, los Padres de la Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre “a su imagen”, estaba prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del “nuevo Adán”, del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo, Jesús es “el Hijo” en sentido propio, es de la misma sustancia del Padre. Nos quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en su ser Hijo, en la total pertenencia a Dios.
Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús.
La palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como “hijo” e “hija”. “Todo lo mío es tuyo”, dice Jesús al Padre en la oración sacerdotal (Jn 17, 10), y lo mismo le dice el padre al hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 31). La palabra “Padre” nos invita a vivir siendo conscientes de esto. Así se supera también el afán de la falsa emancipación que había al comienzo de la historia del pecado de la humanidad. Adán, en efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él mismo ser dios y no necesitar más de Dios. Es evidente que “ser hijo” no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza.
Por último, queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha comparado el amor de Dios con el amor de una madre: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66, 13). “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15).
El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, pero después se usará para designar el con-padecer de Dios con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para designar actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios, como aún hoy en día se dice “corazón” o “cerebro” para expresar algún aspecto de nuestra existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no describe las actitudes fundamentales de la existencia de un modo abstracto, sino con el lenguaje de imágenes tomadas del cuerpo. El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el seno de la madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que permitiría cualquier lenguaje conceptual.
No obstante, aunque en el lenguaje plasmado a partir del cuerpo el amor de madre se aplique a la imagen de Dios, hay que decir también que nunca, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, se califica o se invoca a Dios como madre. En la Biblia, “Madre” es una imagen, pero no un título para Dios. ¿Por qué? Sólo podemos intentar comprenderlo a tientas. Naturalmente, Dios no es ni hombre ni mujer, sino justamente eso, Dios, el Creador del hombre y de la mujer. Las deidades femeninas que rodeaban al pueblo de Israel y a la Iglesia del Nuevo Testamento mostraban una imagen de la relación entre Dios y el mundo claramente antitética a la imagen de Dios en la Biblia. Contenían siempre, y tal vez inevitablemente, concepciones panteístas, en las que desaparece la diferencia entre Creador y criatura. Partiendo de este presupuesto, la esencia de las cosas y los hombres aparece necesariamente como una emanación del seno materno del Ser que, al entrar en contacto con la dimensión del tiempo, se concreta en la multiplicidad de lo existente.
Por el contrario, la imagen del padre era y es más adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creativo. Sólo dejando aparte las deidades femeninas podía el Antiguo Testamento llegar a madurar su imagen de Dios, es decir, la pura trascendencia de Dios. Pero aunque no podemos dar razonamientos absolutamente concluyentes, la norma para nosotros sigue siendo el lenguaje de oración de toda la Biblia, en la que, como hemos dicho, a pesar de las grandes imágenes del amor maternal, “madre” no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste. Sólo así oramos de modo correcto.
Por último, hemos de ocuparnos aún de la palabra “nuestro”. Sólo Jesús podía decir con pleno derecho “Padre mío”, porque realmente sólo Él es el Hijo unigénito de Dios, de la misma sustancia del Padre. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: “Padre nuestro”. Sólo en el “nosotros” de los discípulos podemos llamar “Padre” a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en “hijos de Dios”. Así, la palabra “nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro “yo”. Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón.
Con la palabra “nosotros” decimos “sí” a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confin.
A partir de este “nuestro” entendemos también la segunda parte de la invocación: “… que estás en el cielo”. Con estas palabras no situamos a Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que es la medida y el origen de toda paternidad. “Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra”, dice san Pablo (Ef 3, 14s). Como trasfondo, escuchamos las palabras del Señor: “No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23, 9).
La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él; porque Él nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad “en los cielos” nos remite a ese “nosotros” más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz.
La Palabra de Vida de este mes: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mc 6, 12). Vemos como toda la oración del Padrenuestro tiene la perspectiva del «nosotros», de la fraternidad: no pido solo por mí, sino también por los demás y con los demás. Mi capacidad de perdón está sostenida por el amor de los demás, y por otra parte mi amor puede en cierto modo sentir como propio el error del hermano: tal vez dependa también de mí, puede que no haya hecho toda mi parte para que se sintiese acogido, comprendido…
Y nos muestra palabras importantes que expresan ante todo la conciencia de que necesitamos el perdón de Dios. El propio Jesús se las dijo a sus discípulos –y a todos los bautizados–, de modo que puedan usarlas para dirigirse al Padre con sencillez de corazón.
Todo nace de descubrirnos hijos en el Hijo, hermanos e imitadores de Jesús, que fue el primero que hizo de su vida un camino de adhesión cada vez más completa a la voluntad amorosa del Padre.
Solo después de haber acogido el don de Dios y su amor sin medida podemos pedirle todo al Padre, incluso que nos haga cada vez más semejantes a Él, con su misma capacidad de perdonar a nuestros hermanos y hermanas con corazón generoso, día a día.
Cada acto de perdón es una decisión libre y consciente que hay que renovar siempre con humildad. Nunca es un hábito, sino un camino exigente, por el cual Jesús nos llama a rezar cada día, como por el pan.
Finalmente nos invita a ponerla en práctica: Levantémonos por la mañana con una “amnistía” completa en el corazón, con ese amor que todo lo cubre, que sabe acoger al otro tal como es, con sus limitaciones, sus dificultades, precisamente como haría una madre con el hijo que actúa mal: lo excusa siempre, le perdona siempre, no pierde la esperanza en él… Acerquémonos a cada uno viéndolo con ojos nuevos, como si nunca hubiese incurrido en esos defectos. Volvamos a empezar cada vez, sabiendo que Dios no solo perdona, sino que olvida: esta es la medida que nos pide también a nosotros»
Es una meta alta hacia la cual podemos avanzar con la ayuda de la oración confiada.
Canción
Bibligrafía
https://www.focolare.org/espana/es/news/2022/02/27/marzo-2022/
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Marzo 2022.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.