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Ser Santos

Posted on noviembre 6, 2025

Acabamos de celebrar la  Fiesta de Todos los Santos.  Nos explicaba el Papa Francisco que  esta celebración, “nos invita a reflexionar sobre la gran esperanza que se basa en la resurrección de Cristo: Cristo ha resucitado y nosotros también estaremos con Él; esta es la esperanza cristiana, porque ellos la vivieron plenamente en su vida, entre alegrías y sufrimientos, poniendo en práctica las Bienaventuranzas que Jesús predicó y que resuenan en el Evangelio; ellas, como lo vimos en el tema anterior, son el camino de la santidad, y la Palabra de Vída de este mes nos invita a vivir una de las bienaventuranzas “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». Y nos explican que esta «bienaventuranza es la más activa y explícitamente operativa; la expresión verbal es análoga a la que se utiliza en el primer versículo de la Biblia para la creación, e indica iniciativa y laboriosidad. Son llamados hijos de Dios aquellos que han aprendido el arte de la paz y lo practican, quienes saben que no hay reconciliación sin dar la vida y que hay que buscar la paz siempre y en cualquier caso. […] No se trata de una obra autónoma fruto de las capacidades que uno tiene: es una manifestación de la gracia que hemos recibido de Cristo, que es nuestra paz, que nos ha hecho hijos de Dios.

Cuando celebramos un santo nos damos cuenta de que es un gran ayudante, un intercesor. Por eso la alegría de esta fiesta es enorme, pues son todos ellos los que se ofrecen a ayudarnos simultáneamente. Son una multitud inmensa, entre los que se encuentran también los de nuestra propia ciudad, y nuestros antepasados.

Se suele decir que el primer santo canonizado por el Señor es el buen ladrón. Poco antes de morir Jesús le asegura que estará ese mismo día, junto a Él, en el Paraíso. Al final esto es lo único que de verdad merece la pena. Lo único importante de nuestra vida es que lleguemos al Cielo. Y nunca mejor dicho lo de que más vale tarde que nunca. Por eso el buen ladrón, con su arrepentimiento, ya no es Dimas el ladrón, sino san Dimas.

Celebramos a todos los santos y recordamos una meta que se propone a cada cristiano, nada más y nada menos que la santidad. ¿Pero es posible? ¿Los santos han sido de carne y hueso y han tenido las dificultades que tenemos cada uno en nuestra vida? Desde luego que sí, iguales o mayores. Por lo que está claro que son iguales a nosotros. Es más, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. Pero lo principal de su vida es que se fía siempre de Dios. A la vez siempre es inconformista, y busca ser cada vez más amigo de Dios.

1 Pedro 1:15-16:  nos indica: “Pero como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: «Sean santos, porque yo soy santo»”. Esta escritura llama a los creyentes a vivir vidas santas, imitando la santidad de Dios. 

Cuando se nos recuerda que todos los hombres estamos llamados a ser santos se nos propone que le dejemos obrar a Dios en nuestra vida. Por eso un santo puede mucho. No se trata de hacer cosas nuevas, ni distintas, sino que cada uno haga lo que debe, y esté en lo que hace. Esto sí que pienso que es lo que de verdad importa, por encima de todo.

Los santos lo hicieron todo por amor a Dios. Porque se sabían amados por Cristo. Fueron misericordiosos y alcanzaron misericordia. Están con Dios y nosotros llevamos sus nombres. Nos miran con cariño, interceden por nosotros y nos ayudan. Entre ellos están amigos nuestros, familiares, compañeros de trabajo. Hombres extraordinarios que sabemos con toda seguridad que están en el Cielo.

Pensamos hoy en día que los santos son personas extrañas venidas quizás de otros planetas, que están destinadas a hacer cosas que sólo ellos pueden hacer pues el común de los mortales no lo lograremos.

Eso es lo más importante: no hacerlo todo bien, sino hacerlo con amor

Para ser santo, la felicidad está intrínsecamente ligada al amor y a la entrega a Dios, más que a una búsqueda de la propia dicha. La meditación sobre estas ideas se enfoca en vivir la vida cotidiana con una actitud de “locura por Dios”, que implica alegría, sencillez, oración, trabajo y amor. Se trata de una santidad que se construye en el día a día, aceptando con alegría la voluntad divina y permitiendo que la gracia de Dios actúe en la vida de uno.

La santidad de la vida diaria parece algo sencillo, algo de andar por casa. Tan fácil como hacer siempre lo que Dios quiere, vivir como Él me pide, cada día, cada hora. No sé si es tan fácil a la larga, la verdad.

Sé que ser santo no es hacerlo todo bien, ni ser perfecto. Lo comprendo con la cabeza, lo tengo claro como idea. Estoy de acuerdo y lo compruebo cada vez que anhelo una perfección que nunca logro.

Pero el corazón me traiciona. Si fallo me siento poco santo, me alejo de Dios, me escondo. Me veo sucio y mezquino. Debe ser que en el fondo del alma no acabo de creer en su misericordia.

Como si tratara de hacerlo todo bien, contentando a todos, contentando a Dios, para lograr tocar una meta que nunca alcanzo.

En realidad, no me siento santo. Y yo quiero ser santo en el fondo del alma. No por aparecer en el recuerdo de tantos. Como aquel que escribe en su cuaderno personal esperando que algún día alguien lea sus reflexiones y las guarde como un tesoro espiritual. No, quiero ser santo porque quiero amar y quiero ser amado.

Dice san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”. Eso es lo más importante. No hacerlo todo bien, sino hacerlo con amor. Mi santidad tiene que ver con el amor. No con una vida sin tacha.

Quiero ser santo, pero no como si al serlo recibiera un premio merecido por mis esfuerzos, un pago equivalente en justicia al esfuerzo realizado. No es esa la santidad que sueño. No, deseo una santidad que me haga amar más, una santidad que sea una obra de arte de Dios en mí.

Una santidad que me permita tocar más el amor de Dios, abismarme en la hondura de su alma. Ser cauce que lleve las aguas de su misericordia, reflejo pálido de la luz de su amor.

Me atrae la idea de saberme amado profundamente por Dios siempre y querer amarlo siempre a Él con todo mi corazón.

Decía la misionera Victoria Braquehais: “Todos necesitamos saber que somos amados. Eso es lo que nos hace felices. Amados de forma personal”. Es verdad. Necesito saberme amado en mi pequeñez. Es la verdadera santidad, lo sé, lo entiendo.

Amar y ser amado. Es lo que de verdad me hará feliz y lograré que otros sean felices. Porque esa es la pregunta. ¿Qué necesita el que está cerca de mí para ser más feliz? ¿Qué tengo que cambiar yo para que los que me rodean sean más felices?

La santidad entonces deja de ser un camino de autosantificación, para convertirse en una vida de servicio, de entrega. Amar y ser amados. Parece tan sencillo y me encuentro tan lejos.

En el fondo de mi ser lucho como un esclavo por hacerlo todo bien, por cumplir expectativas, por responder a lo que la vida parece pedirme. Me doy cuenta de que ese no es el camino. Una perfección que no logro. Un cumplimiento que no siempre me resulta.

Quisiera aprender a tratar a todos con misericordia. En eso consiste la verdadera santidad. En amar bien a cada uno, sin distinciones, en todo momento, en toda circunstancia. Y no consiste en poner el acento en mi propio yo, en mi esfuerzo, en mi lucha diaria.

A veces el nombre “santidad de la vida diaria” me evoca esa lucha denodada por tocar la cumbre más alta cada día. Y puede ser entonces que me olvide de lo más importante: la santidad que Dios me pide no consiste en ser perfecto. La santidad es otra cosa.

Más bien la santidad es tocar mi pequeñez con alegría. Conmoverme al verme débil y alegrarme de ese amor de Dios que me sostiene. Y entonces darle a Dios mi sí, frágil, débil, pronunciado de rodillas.

Mi sí a mi pequeñez, cuando no puedo y caigo, cuando no avanzo y no logro lo que sueño. Decirle a Dios que sí, que le quiero hoy, aquí y ahora, en las circunstancias que me tocan vivir hoy, en el presente. Ese sí que le repito a Jesús a cada paso.

Le digo que le quiero, que le sigo, que le necesito. Le digo que no puedo caminar sin su fuerza porque mi santidad no se construye a base de golpes de pecho.

Se construye cuando me dejo hacer. Cuando camino tratando de dar más, de amar más. Intentando sembrar esperanza. Preocupado más de los demás que de mí mismo. Sabiendo que Dios me hace nuevo cuando yo me dejo hacer. Y construye conmigo cuando me dejo utilizar por Él.

Romanos 12:2: “No se conformen a este mundo, sino transfórmense por medio de la renovación de su mente, para que comprueben cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”.

La renovación de nuestra mente implica que debemos cambiar nuestra manera de pensar y nuestras actitudes hacia la vida. Debemos dejar de pensar y actuar como lo hace el mundo y empezar a pensar y actuar como Jesús lo haría. Debemos llenar nuestra mente con la palabra de Dios y permitir que el Espíritu Santo nos guíe en todo lo que hacemos.

La transformación de nuestro corazón implica que debemos dejar que el amor de Dios llene nuestras vidas y transforme nuestras emociones y deseos. Debemos aprender a amar a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

La santidad también implica la obediencia a la palabra de Dios. Jesús nos dice en Juan 14:15 “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. No podemos ser santos si no obedecemos la palabra de Dios. Debemos esforzarnos por vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios y buscar su voluntad en todas las decisiones que tomamos.

Entonces, para ser santo, la felicidad está intrínsecamente ligada al amor y a la entrega a Dios, más que a una búsqueda de la propia dicha. La meditación sobre estas ideas se enfoca en vivir la vida cotidiana con una actitud de “locura por Dios”, que implica alegría, sencillez, oración, trabajo y amor. Se trata de una santidad que se construye en el día a día, aceptando con alegría la voluntad divina y permitiendo que la gracia de Dios actúe en la vida de uno..

Reflexionemos en la relación entre santidad y felicidad 

  • Felicidad en el servicio: La verdadera felicidad para un santo no se basa en la autosantificación, sino en la alegría de servir y entregarse a Dios, amando y siendo amado.
  • La alegría como signo: Se considera que la alegría y el buen humor son signos de santidad, según el papa Francisco.
  • Felicidad al responder al amor de Dios: La felicidad reside en la profunda certeza de ser amado por Dios y en el deseo de amarlo a Él con todo el corazón. 

En la meditación como camino 

  • Enfoque en el “estar enamorado de Dios”: La meditación puede centrarse en la idea de estar “un poco loco por Dios”, lo que significa vivir en una constante relación de amor y entrega.
  • Valorar la vida cotidiana: La santidad se encuentra en vivir la vida ordinaria de forma consagrada a Dios, ya sea en el trabajo, con amigos o en la oración.
  • Un proceso de crecimiento continuo: No se trata de no caer nunca, sino de levantarse siempre con humildad y seguir buscando la unión con Dios, que es un camino de descubrimiento continuo.
  • La fe en la gracia divina: La meditación también debe incluir la confianza en que la gracia de Dios nos sostiene, incluso en nuestras debilidades. 

Canción:

https://youtu.be/e0illtaK5do?si=zB6TuW4r3y6QccwW

Tomado de :

https://www.bible.com/es/reading-plans/37002-santidad/day/3#

https://exaudi.org/es/fiesta-de-todos-los-santos-la-meta-de-la-santidad/

https://vive-feliz.club/liturgia-del-1-de-noviembre-2022-solemnidad-de-todos-los-santos/

https://es.aleteia.org/2016/02/27/que-significa-ser-santo-como-se-hace/

https://www.aciprensa.com/noticias/95897/que-debe-hacer-un-catolico-si-ocurre-un-terremoto-durante-misa


Recopilado por Rosa Otárola D, /
Noviembre 2025 2025.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.

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