Segunda virtud teologal, la esperanza tiene por objeto a Dios: si la fe tiene por objeto a Dios tal como Él se revela, la esperanza lo alcanza con la confianza segura de la suprema bienaventuranza, y por medio de Él todos los medios necesarios para este fin supremo. La esperanza es una virtud cristiana por excelencia, a tal grado que San Pablo se refiere en 1 Tes 4, 13, nos exhorta a no vivir tristes, como los que no tienen esperanza, esto porque la esperanza es esa virtud que nos da alegría, optimismo, ánimo, que nos hace tender la vista hacia el cielo, donde se realizarán todas las promesas, y en este mismo texto en el vs 16 nos habla de que “los que murieron primero resucitarán primero; después nosotros, los que quedemos vivos, seremos arrebatados, juntamente con ellos…, para ir al encuentro del Señor, y así estaremos siempre con él”. La esperanza es la virtud del caminante.
La esperanza causa en nosotros el deseo del cielo y de la posesión de Dios. Pero el deseo comunica al alma el ansia, el impulso, el ardor necesario para aspirar a ese bien deseado y sostiene las energías hasta que alcanzamos lo que deseamos.
Además acrecienta nuestras fuerzas con la consideración del premio que excederá con mucho a nuestros trabajos. Si las gentes trabajan con tanto ardor para conseguir riquezas que mueren y perecen; si los atletas se obligan voluntariamente a practicar ejercicios tan trabajosos de entrenamiento, si hacen desesperados esfuerzos para alcanzar una medalla o corona corruptible, ¿cuánto más no deberíamos trabajar y sufrir nosotros por algo inmortal?
La esperanza nos da el ánimo y la constancia que aseguran el triunfo. Así como no hay cosa que más desaliente que el luchar sin esperanza de conseguir la victoria, tampoco hay cosa que multiplique las fuerzas tanto como la seguridad del triunfo. Esta certeza nos da la esperanza
Si queremos considerar la esperanza en los santos, es necesario considerar los actos que proceden de esta virtud, y las manifestaciones sobrenaturales a las que conduce al hombre que la vive interiormente. Estos actos corresponden al objeto de la virtud: el deseo de Dios como única bienaventuranza del alma humana y la confianza en los medios que solo Él puede dar, despreciando todas las demás cosas que proceden del mundo y que no pueden ser ordenadas a la eterna salvación.
Los santos, imbuidos de la virtud de la esperanza, manifiestan ya en esta vida un amor por las cosas del cielo, una esperanza confiada de la felicidad eterna que ocupa sus mentes casi de forma permanente. La esperanza se concreta en la vida de los santos por la certeza de que Dios les proporcionará todos los medios necesarios para la salvación eterna y para el cumplimiento de la misión que Dios les ha confiado como camino de salvación. Gracias a esta confianza, los mártires pudieron afrontar los tormentos, incluso cuando su naturaleza era débil.
En la Suma Teológica II-II pregunta 17 art. 3, Santo Tomás pregunta si la esperanza puede tener por objeto la salvación del prójimo, además de la nuestra. Responde que sí, en un sentido absoluto, la esperanza se refiere a la obtención de un bien muy difícil de alcanzar para uno mismo, en otro sentido, la unión que produce el amor hace posible esperar el bien tanto para los demás como para uno mismo.
Esta concepción profundamente cristiana impulsó a los santos misioneros y educadores a dedicarse a la salvación del prójimo, entendiendo que Dios los quería como intermediarios en la salvación de los demás.
La esperanza es atacada por dos enemigos:
- Presunción: consiste en esperar de Dios el Cielo y todas las gracias necesarias para llegar a Él sin poner de nuestra parte los medios que nos ha mandado. Se dice “Dios es demasiado bueno para condenarme” y descuidamos el cumplimiento de los Mandamientos. Olvidamos que además de bueno, es serio, justo y santo. Presumimos también de nuestras propias fuerzas, por soberbia, y nos ponemos en medio de los peligros y ocasiones de pecado. Sí, el Señor nos promete la victoria, pero con la condición de velar y orar y poner todos los medios de nuestra parte.
- Desaliento y desesperación: Harto tentados y a veces vencidos en la lucha, o atormentados por los escrúpulos, algunos se desaniman, y piensan que jamás podrán enmendarse y comienzan a desesperar de su salvación. “Yo ya no puedo”.
La esperanza es una de las características de la Iglesia, como pueblo de Dios que camina hacia la Jerusalén celestial. Todo el Antiguo Testamento está centrado en la espera del Mesías. Vivían en continua espera. ¡Cuántas frases podríamos entresacar de la Biblia! “Dichoso el que confía en el Señor, y cuya esperanza es el Señor…Dios mío confío en Ti…No dejes confundida mi esperanza…Tú eres mi esperanza, Tú eres mi refugio, en tu Palabra espero…No quedará frustrada la esperanza del necesitado…Mi alma espera en el Señor, como el centinela la aurora”.
También el Nuevo Testamento es un mensaje de esperanza. Cristo mismo es nuestra esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. La promesa que Él nos hizo fue ésta “quien me coma vivirá para siempre, tendrá la Vida Eterna”.
¿Cómo unir esperanza y Eucaristía?
La Eucaristía es un adelanto de esos bienes del cielo, que poseeremos después de esta vida, pues la Eucaristía es el Pan bajado del cielo. No esperó a nuestra ansia, Él bajó. No esperó a nuestro deseo, Él bajó a satisfacerlo ya. Es verdad que en el Cielo quedaremos saciados completamente.
La Eucaristía se nos da para fortalecer nuestra esperanza, para despertar nuestro recuerdo, para acompañar nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades y como testimonio de nuestra salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo Testamento.
Mientras haya una iglesia abierta con el Santísimo, hay ilusión, amistad. Mientras haya un sacerdote que celebre misa, la esperanza sigue viva. Mientras haya una Hostia que brille en la custodia, todavía Dios mira a esta tierra. Y esto nos da esperanza en la vida.
La relación entre Eucaristía y esperanza está arraigada en la Última Cena de Jesús. El Señor celebra la Eucaristía mirando al futuro, dando gracias por el cuerpo resucitado que le concederá el Padre. Y la Iglesia la celebra también tendida hacia el futuro, para que la Eucaristía nos transforme según el modelo del cuerpo glorioso de Cristo, con su energía para sometérselo todo (Fil 3,21).
Si san Agustín ha llamado a la Eucaristía “sacramento de la esperanza”, esto significa que la esperanza se hace visible y se concreta en la Eucaristía. Dime cómo es la Eucaristía y te diré cómo es la esperanza cristiana. Y también: dime cómo celebras la Eucaristía, y qué puesto tiene en tu vida la Eucaristía, y te diré cómo es tu esperanza.
Es momento para reavivar la esperanza, reavivando la energía de la Eucaristía para transformar al hombre. Podemos desglosar esta energía en tres aspectos: a) el hombre nuevo; b) la comunión nueva; c) el fruto nuevo.
a) El hombre nuevo
Comencemos por el poder transformativo de la Eucaristía. La teología ha descrito esta potencia como algo solo equiparable al poder creador, y por tanto solo atribuible a Dios mismo. Pues a Él sólo compete producir el ser de la nada, creando el mundo, y a Él sólo también compete transformar un ser en otro ser, la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Jesús. En cada Eucaristía se contempla y se recibe la misma energía que desplegó el universo.
Afinando, se tendría que decir: la Eucaristía sólo compete a Dios porque esta no es simplemente un cambio entre dos sustancias (del pan al cuerpo), sino que es la transformación de la sustancia de este mundo creado (representada por el pan y el vino) en el cuerpo resucitado de Jesús. Es decir, es el paso de este mundo creado a su meta definitiva en Dios, pues el cuerpo de Jesús es el que se sienta a la derecha del Padre. Es un cuerpo, como dice san Ireneo de Lyon, que se ha olvidado de sí y ha asumido las cualidades del Espíritu. Por eso la Eucaristía no solo se compara al acto creador, sino que lo supera, porque, más grande que el paso de la nada al barro, es el paso del barro a Dios.
Esto implica que la transustanciación del pan y vino en cuerpo y sangre de Jesús es precedida por otro cambio, por otra transformación radical, que es el cambio del cuerpo mortal de Cristo al cuerpo resucitado, que no solo vuelve a esta vida mortal, sino que se alza lleno del Espíritu Santo. Cristo ha transformado la muerte en un acto de amor, para que el Padre transformase su cuerpo mortal en un cuerpo resucitado y lleno de vitalidad. Y a este cuerpo nos asimilamos en la Eucaristía.
Pues bien, este poder transformador, de la sustancia de este mundo a la sustancia del cuerpo de Cristo, es la medida de nuestra esperanza. Para verlo podemos acudir a Benedicto XVI, que en Spe Salvi 7-8 comenta Heb 10,34: “aceptasteis con alegría que os confiscaran vuestra sustancia, sabiendo que tenéis una sustancia mejor y permanente”. Allí dice el Papa que es propio de la esperanza reconocer que nuestra sustancia, aquello sobre lo que se sustenta o apoya nuestra vida, no son los bienes materiales perecederos. El creyente tiene otra sustancia, y esta sustancia está en el futuro, en Cristo resucitado que ha penetrado los cielos. Por eso puede renunciar a sus bienes e incluso soportar con paciencia las persecuciones y llegar a la promesa (Heb 10,36).
En Heb 10,36 “paciencia” traduce el griego hypomoné, que dice en realidad algo más hondo que una simple capacidad de espera. Tiene hypomoné aquel que está radicado más hondo (hypo) que en los bienes pasajeros, y por eso puede renunciar a ellos y confesar su fe en medio de la persecución que le priva de los bienes, porque sus raíces están ya en la plenitud adonde esos bienes apuntan, en Cristo resucitado. Los bienes inmuebles, que normalmente se llaman “bienes raíces”, no lo son para el creyente, pues Él tiene sus “bienes raíces” arraigados arriba, es decir, en el cuerpo resucitado de Jesús.
Así que la Eucaristía tiene que ver con la esperanza porque en ella se da la transustanciación, el paso de una sustancia a otra sustancia, que es el movimiento propio de esta virtud. En la Eucaristía pasamos a arraigarnos en el cuerpo de Cristo, de modo que nuestras raíces pasan a estar en la futura plenitud de todas las cosas. No extraña que los Padres hayan llamado al pan eucarístico “pan del mañana”, traduciendo así la petición del Padrenuestro (“nuestro pan de cada día”). Ni que el grito de la Eucaristía sea el “marana tha”, “¡Ven, Señor Jesús!”
San John Henry Newman habla, en uno de sus sermones, del “mundo invisible”, que existe y nos rodea sin que lo percibamos con los sentidos. Es el mundo de la gracia, de los santos y de los ángeles. Podríamos decir, a la luz de la esperanza, que ese mundo invisible que nos rodea es el mundo futuro, que ya se ha anticipado. Lo que existe ya, aunque no lo percibimos, es la plenitud a que está llamada cada cosa. Según esto, la vocación última de las cosas y personas no es para el cristiano una mera posibilidad, sino una realidad, pues existe ya en el cuerpo de Cristo y él convive con ella. Está garantizado que podemos llegar a la plenitud a la que estamos llamados. Y esta es la base firme de nuestra esperanza.
Tal relación entre Eucaristía y esperanza está muy presente en las cartas de san Ignacio de Antioquía. El santo obispo vive de esperanza, anticipando su martirio, pues una voz grita dentro de él: “¡ven al Padre!”. En un momento afirma Ignacio que “la fe es el inicio, la caridad es la consumación” (Ef 14,1). Añade luego que “las dos unidas son Dios mismo”, y aquí tenemos una alusión a la esperanza, que completa la terna de virtudes. Si la fe es principio y la caridad es consumación, puede decirse que la esperanza es el “más”, aquello que supera toda expectativa, y adonde nos propulsan la fe y el amor, hasta la unión con Dios mismo.
Ignacio se refiere además a la Eucaristía como “medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, sino vivir para siempre en Cristo Jesús” (Ef 20,2). Para Ignacio la Eucaristía contiene en sí la superación de la muerte, porque nos une a Jesucristo, a quien acaba de llamar “el hombre nuevo”.
De hecho, el designio divino consiste “en la fe en Él, en el amor a Él y en su pasión y resurrección” (Ef 20,1). Aquí, el trío fe, caridad, esperanza, parece evocar este otro: fe, caridad, resurrección. De este modo la esperanza se personifica en el Resucitado, que se asocia a nuestra vida, de modo que Jesucristo es llamado “nuestro inseparable vivir” quien “en la muerte, llegó a ser vida verdadera” (Ef 7,2). Pero esta transformación del hombre nuevo no agota toda la energía eucarística. ¿Qué falta aún?
b) La comunión nueva
San Ignacio de Antioquía se refiere repetidas veces a Jesucristo como “nuestra común esperanza” (Ef 21,2). Igual que hay un bien común, un bien que no es solo nuestro bien privado, sino que nace de la comunión entre nosotros, hay que hablar de una esperanza común. Y la Eucaristía contiene esta esperanza común. ¿En qué consiste?
Resulta que aquello que estamos llamados a ser, en su plenitud desbordante, no puede realizarse sin tener en cuenta lo que está llamado a ser el hermano. La verdadera esperanza es una esperanza juntos, según la fórmula de Gabriel Marcel: “espero en Ti (en Dios), para nosotros”. Esto es lo opuesto a la esperanza marxista, que es una esperanza para todos, pero no una esperanza juntos. En efecto, en el utópico estado de total sobreabundancia que será la plenitud de la historia según Marx, cada cual viviría para sí mismo, sin necesitar de los otros.
Podemos imaginar esta esperanza común a la luz de los padres que quieren tener un hijo. No hay aquí una esperanza tuya ni mía, sino nuestra, que depende de nuestra unidad. Precisamente la esperanza que nace de la Eucaristía se apoya también en la pertenencia a un cuerpo común.
La capacidad de la Eucaristía para generar esperanza se percibe si tenemos en cuenta que la Eucaristía no beneficia solo a quien la recibe, sino que puede ofrecerse por otros y dar vida a quienes no estén presentes en la celebración. En esto se diferencia, dice santo Tomás de Aquino, de los otros sacramentos. Es decir, el fruto de la Eucaristía transciende a quien comulga, se comunica a todo el cuerpo de Cristo, porque en la Eucaristía no nace solo la asamblea local, sino que se edifica toda la Iglesia. Todo esto ya pone la Eucaristía como manantial del “más” de la esperanza, que se difunde allende de cada uno y allende de la asamblea concreta, para vivificar a todo el cuerpo de la Iglesia. Claro que para recibir el efecto de la Eucaristía hay que estar unidos al cuerpo de Cristo por el amor.
Pues bien, hablando de la esperanza, el mismo santo Tomás se pregunta si se puede esperar para otros, y no solo para uno mismo. En un primer momento responde que no, que la esperanza la cultiva cada uno para sí, porque en ella se da la búsqueda de ese bien arduo que es la propia salvación eterna. Ahora bien, santo Tomás matiza enseguida que es posible esperar para otros en la medida en que nos une a ellos la caridad. Fijémonos que esto es precisamente lo que ha dicho sobre la Eucaristía: puede dar fruto en todos aquellos que se unen a Cristo por la caridad.
La lógica de la esperanza y la lógica de la Eucaristía van por tanto de la mano. Producen un desbordamiento a partir de la unión por el amor, a partir de la vida compartida en amistad. Podemos parafrasear lo que decía Aristóteles: lo que anhelamos para nosotros, lo anhelamos en cierto modo para los amigos. Recordamos este aviso que daba el mismo Ignacio de Antioquía, donde la unidad se asocia al impulso hacia el futuro: “Laborad juntos los unos con los otros, luchad juntos, corred juntos, sufrid juntos, reposad juntos, levantaos juntos, como mayordomos y asesores y ministros de Dios” (A Policarpo VI).
La Eucaristía, podemos resumir, no contiene solo el futuro de cada uno, sino que contiene nuestro futuro común. No contiene solo el futuro de nuestras trayectorias individuales, sino el futuro de nuestras relaciones. Es decir, contiene la potencia de todo lo que compartimos y de todo lo que nos vincula. También nuestros vínculos se transustancian, y apuntan a la plenitud de la vida con Dios.
Volviendo a san Ignacio de Antioquía, el santo dice a quienes rechazan que la Eucaristía sea la carne resucitada: “les convenía amar, para resucitar” (Esmirniotas VII 1). Muchos ven en este “amar” (agapein) una referencia a la celebración eucarística o agape, por lo que puede leerse: “les convendría celebrar la Eucaristía, para resucitar”. Se ve así que solo desde la comunión (de la Eucaristía y de la caridad) es posible la esperanza.
c) El fruto nuevo
La Eucaristía nos da esperanza también para el trabajo del hombre, para el fruto que está llamada a dar nuestra vida. Puede ayudarnos pensar que en la biblia los sacrificios (que prefiguran la Eucaristía) están desde el principio unidos a la paternidad. El sacrificio es un modo de salvar la paternidad. El padre, como Abrahán, y como todos los padres judíos que rescatarán a sus primogénitos, reconoce, al celebrar el sacrificio, que existe una fuente de vida que le antecede, a quien debe el ser padre, y en quien se apoya para poder ser padre. Ofreciendo el animal, símbolo del hijo, ofrecen la vida del hijo, no para destruirla, sino para recuperarla. Pues, reconociendo que el hijo proviene de Dios, se salvan a sí mismos como padres, ya que pueden dar testimonio de la fuente originaria y, así, abrir camino a la libertad del hijo.
Esto se aplica a la ofrenda del sacrificio cristiano, que tiene un poder transformador y vivificante. Sucede en primer lugar al sacerdote, que es capaz de decir en primera persona “esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”. Estas palabras contienen gran esperanza. El sacerdote confiesa una unión con Cristo, su “inseparable vivir”. Y esta unión sucede porque comparten un cuerpo que se entrega, es decir, una misma capacidad para dar vida a otros, para transformarles hacia la vida plena. “Esto es mi cuerpo” y “mi sangre”, y por tanto mi cuerpo y sangre son capaces de una paternidad transformada, la que nos trajo Jesús para regenerar el deseo de los hombres y que se abra a los dones plenos de Dios. Y lo que vive el sacerdote puede comunicarse a todo fiel, a todo padre y madre y a todo el trabajo de los hombres, porque también el cuerpo de ellos se asimila al cuerpo fecundo de Jesús.
Desde la Eucaristía se abre, pues, la esperanza. Todo intento de avivar la esperanza pasa por reavivar la Eucaristía: porque haya más días con Eucaristía y más Eucaristía en nuestros días. Y no es solo que la Eucaristía nos da esperanza, sino que la Eucaristía contiene toda la esperanza, que cada pequeña esperanza nuestra puede asimilarse a la gran esperanza, si participa de la Eucaristía.
Estamos acostumbrados a llamar a los cristianos “fieles”, y también “creyentes”. No nos parece raro suponerles la fe. Y también la caridad se les atribuye fácilmente: existe “caritas” en todas nuestras parroquias y estamos por lo general orgullosos de cómo funciona. No parece ocurrir lo mismo con la esperanza, como si fuera una virtud que no puede darse por supuesta. Imaginemos que a los feligreses se les llamara, no “fieles”, sino “esperanzados”. ¿Cuántos “esperanzados” hay en esta diócesis o parroquia? O imaginemos que una de nuestras oficinas parroquiales no se llamara “caritas”, sino “spes”.
El uso del lenguaje puede indicar un olvido de la esperanza, y del alto destino al que estamos llamados, que ya se anticipa. Puede indicar una dificultad para mirar nuestras vidas desde su plenitud en Cristo. Ocurre que, en realidad, ser esperanzado es tan connatural al cristiano como tener fe y caridad. Pues la Eucaristía contiene el dinamismo de la esperanza, y participar en la Eucaristía es respirar en el ambiente de la esperanza. Nos conviene, pues “amar, para resucitar”. Nos conviene seguir celebrando la Eucaristía para nutrir nuestra esperanza.
Y es que en la Eucaristía se nos da Dios, hecho hombre, el mismo que será término de nuestra felicidad. En la Eucaristía se nos da, no un bien, sino la raíz de todo bien y en orden de la vida eterna. Cristo presente en nuestras almas por la Eucaristía, es la luz que ahuyenta las tinieblas del mal. Cuando extiende su mano se calman todas las tempestades de nuestras pasiones. Veamos:
• En la Eucaristía no sólo se nos da un auxilio de Dios, sino el mismo Dios, hecho Pan de Misericordia y alimento para nuestro peregrinar.
• Dios obra en nuestra naturaleza, no destruyéndola, sino perfeccionándola, revistiéndonos interiormente de su poder, como inyectándonos la fuerza divina que necesitamos para conseguir la Vida Eterna.
• Esta infusión de fuerzas divinas se realiza de un modo eminente en la recepción de la Eucaristía, mediante la cual Dios viene a nuestras almas:
a) Como alimento que necesitamos para conseguir el fin de todos nuestros anhelos. Es el único alimento que nos puede dar la fuerza suficiente para llegar hasta el fin.
b) De la asimilación d este alimento divino brota la gracia que nos da el ser y el poder obrar y merecer en el orden sobrenatural, y nos hace posible alcanzar la Vida eterna.
c) Brotan todas las virtudes morales infusas, que enriquecen y ensanchan nuestra capacidad, y la sobrenatural.
d) De la actuación de estas virtudes se sigue el dominio sobre las pasiones y desordenes de nuestra naturaleza, que son la causa de todo pecado. 1 Jn 1,7
e) Enriquece además nuestras fuerzas con el caudal acumulado de todos los merecimientos de los santos y de los justos, que se hacen uno con nosotros en virtud de este Sacramento. 1 Cor 10, 17
La Eucaristía alimenta nuestra esperanza porque:
• Ayuda al empezar la vida: al llegar al uso de la razón, cuando empezamos a ser responsables de nuestros actos, se nos entrega Jesucristo para guardarnos y conducirnos a la Vida Eterna.
• Ayuda en todos los trances y en todas las penalidades de la vida: Es el “Pan de los fuertes” que hace que se superen todas las adversidades y se valoren todas las alegrías.
• Ayuda al moribundo: El Viatico es la afirmación de la esperanza. Cuando ya nada se espera de los hombres, se espera todo de Cristo, que viene oculto en la Eucaristía.
• El ejemplo de Santo Tomás de Aquino: al recibir el Viatico, se puso de rodillas y dijo: “Yo te recibo precio del rescate de mi alma, alimento de mi peregrinar, por cuyo amor estudie, trabaje, vigile, predique y enseñe…”
¿Por qué la Eucaristía es el sacramento de la esperanza?
1. Nos une a Dios, objeto de nuestra esperanza.
2. Y el mismo Dios Fuerte se hace fuerza de nuestras almas para que lleguemos a poseerle a Él, Vida de la vida eterna
Dijimos que los dos grandes errores contra la esperanza son la presunción y la desesperación. A estos dos errores responde también la Eucaristía.
¿Qué tiene que decir la Eucaristía a la presunción?
“Sin mi Pan, no podrás caminar, sin mi fuerza no podrás hacer el bien, sin mi sostén caerás en los lazos de engaños del enemigo. Tú decías que podías todo. ¿Seguro? ¿Cómo podrías hacer el bien sin Mí, que soy el Bien supremo? Y a Mí se me recibe en la Eucaristía. ¿Cómo podrías adquirir las virtudes tú solo, sin Mí, que doy el empuje a la santidad? Quien come mi carne irá raudo y veloz por el camino de la santidad”.
¿Y qué tiene que decir la Eucaristía a la desesperación?
“¿Por qué desesperas, si estoy a tu lado como Amigo, Compañero? ¿Por qué desesperas si Yo estaré contigo hasta el fin de los tiempos? ¿Por qué desesperas a causa de tus males y desgracias, si yo te daré la fuerza para superarlos?”.
El cardenal Nguyen van Thuan, obispo que pasó trece años en las cárceles del Vietnam, nueve de ellos en régimen de aislamiento, nos cuenta su experiencia de la Eucaristía en la cárcel. De ella sacaba la fuerza de su esperanza.
Estas son sus palabras: “He pasado nueve años aislado. Durante ese tiempo celebro la misa todos los días hacia las tres de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizando en el cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa como quiera, en latín, francés, vietnamita…Llevo siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo Sacramento: “Tú en mí, y yo en Ti”. Han sido las misas más bellas de mi vida. Por la noche, entre las nueve y las diez, realizo una hora de adoración…a pesar del ruido del altavoz que dura desde las cinco de la mañana hasta las once y media de la noche. Siento una singular paz de espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José”.
Y le eleva esta oración hermosa a Dios: “Amadísimo Jesús, esta noche, en el fondo de mi celda, sin luz, sin ventana, calentísima, pienso con intensa nostalgia en mi vida pastoral. Ocho años de obispo, en esa residencia a sólo dos kilómetros de mi celda de prisión, en la misma calle, en la misma playa…Oigo las olas del Pacífico, las campanas de la catedral. Antes celebraba con patena y cáliz dorados; ahora tu sangre está en la palma de mi mano. Antes recorría el mundo dando conferencias y reuniones; ahora estoy recluido en una celda estrecha, sin ventana. Antes iba a visitarte al Sagrario; ahora te llevo conmigo, día y noche, en mi bolsillo. Antes celebraba la misa ante miles de fieles; ahora, en la oscuridad de la noche, dando la comunión por debajo de los mosquiteros. Antes predicaba ejercicios espirituales a sacerdotes, a religiosos, a laicos…; ahora un sacerdote, también él prisionero, me predica los Ejercicios de san Ignacio a través de las grietas de la madera. Antes daba la bendición solemne con el Santísimo en la catedral; ahora hago la adoración eucarística cada noche a las nueve, en silencio, cantando en voz baja el Tantum Ergo, la Salve Regina, y concluyendo con esta breve oración: “Señor, ahora soy feliz de aceptar todo de tus manos: todas las tristezas, los sufrimientos, las angustias, hasta mi misma muerte. Amén.
Canción
https://youtu.be/CIiAo5u7zxg?si=yBIb02brRj0Ah-PI
Fuentes
http://es.catholic.net/op/articulos/63356/enviado63356.html#modal
https://dcjm.org/conferencias/esperanza-desde-la-eucaristia/
https://www.evangelizafuerte.mx/2015/10/la-eucaristia-sacramento-de-la-esperanza/
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Noviembre 2023.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.