Haciendo un resumen veamos lo que nos dice este artículo .
La encarnación, desde el pesebre hasta la cruz, es completamente lo opuesto de nuestros deseos. Desafía nuestra lógica y expone nuestra santurronería y quebrantamiento. Revela cuán obsesionados estamos con nosotros mismos. Sabemos en el corazón que nuestro final merecido es el infierno, exilio del Jardín. Pero las buenas nuevas son que esto es precisamente donde Dios nos encuentra. Dios mora en los lugares desolados de nuestras vidas. Su propósito es vencer cada infierno, no por fuerza externa de su voluntad sino desde lo interior, por medio del amor.
Profundidades divinas. Hacia abajo. He aquí nuestra esperanza. “Cuando llegue el momento de Dios,” dice Christoph Blumhardt, “grandes cambios suceden. No sólo se asustan los pastores de este mundo, sino el mundo entero—y entonces, somos llevados a algo nuevo.”
Dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no importa el infierno en que nos encontremos, Cristo desciende a nosotros, y nos llama a descender junto con él. En este camino hacia abajo, descubriremos no sólo la profundidad del amor de Dios sino también—en el mismo momento—su altura divina.
Ya Cristo resucitado, afirma Monseñor Oscar Arnulfo Romero, debe ser luz de los hombres que construyen la historia. Cristo tiene que ser la inspiración de todas las leyes que se dan a los hombres, no el capricho de unos poderosos sino la voluntad de Cristo que pedirá, tal vez, conversión a los poderosos. […]
Cristo viene, no lo esperamos como los niños para traer los juguetes, lo esperamos como cristianos que supimos que ya vino, pero que anunció desde entonces una segunda venida, para sorprendernos en el camino de la vida y cogernos allí, donde caímos muertos para entrar con Él a reinar. Ya debemos reinar con Él por la virtud y por la santidad. Seamos cristianos de verdad, dignos de esta hora escatológica que va desde la venida primera de Cristo hasta la segunda, pedido último de la historia.
Todo el Nuevo Testamento afirma, explícitamente, la resurrección del Señor: en este punto no hay discrepancia ni vacilaciones. No hay fe cristiana sin la fe en la resurrección de Jesús que no sólo es comienzo, sino contenido fundamental y fundamento de nuestra fe.
Según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como “Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rom 1,4) y El transmite a los hombres esta santidad porque “fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25).
Respecto a esta doctrina podemos poner de relieve toda su verdad y belleza. Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabras: “Padre…glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a Ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Hn 17, 1-2).
Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: “No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos, que por medio de su palabra, creerán en mí…” (Jn 17,20).
La resurrección de Cristo –y, más aún, el Cristo resucitado- es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús hablo de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6,54).
En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina. Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí., la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
Esta certeza debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida.
“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” ( 2 Tm 2,8): esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.
SUBIO A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús fue llevado al cielo (Hch 1,2) en el Monte de los Olivos (Hch 1,12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, “Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre” (Hch 1,4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos” (Hch 1,8). Y fue entonces cuando “Dicho esto, fue levantado en presencia de ellos y una nube le ocultó a sus ojos”
El Monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní, es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de discípulos en el momento de la Ascensión.
Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que salió del Padre puede volver al Padre. “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre”, a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo.
Cristo desde entonces está sentado a la derecha del Padre. Lo había predicho Jesús “Veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre y venir entre las nubes del cielo” (Mc 14,62). “El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios” (Lc 22,69).
“Por derecha entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”
Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto al Hijo del Hombre: “A el se le dio imperio, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7,14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin”
“ DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS Y SU REINO NO TENDRA FIN”
Siguiendo a los profetas y a Juan Bautista. Jesús anunció en su predicación el juicio del último Día. Entonces se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos mas pequeños, a mi me lo hicisteis.” (Mt. 25,40).
Cristo es el Señor de la Vida Eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. Adquirió este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “Todo a juicio al Hijo” (Jn 5,22). Pues bien, el Hijo no ha venido a juzgar sino a salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya así mismo. Es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor.
Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14,9). Jesucristo es el Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está “por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22).
Como Señor, Cristo es también cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. “Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” ( Ef 1,22).
Los Hechos nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su sangre” (Hch 20,28; 1 Cor 6,20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a los discípulos “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
La Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II en el No. 45 dice: “El Señor es el fin de la historia humana, el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones.” Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la Historia. En el la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es una concepción que encuentra su fundamento en la carta a los Efesios en donde se describe el eterno designio de Dios para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
“Haced que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra”( Ef 1,10)
Así nos habló el Papa Francisco en este día de Pascua 2020 y cada vez que rezamos el Credo y decimos: y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”; debemos recordar este mensaje: “Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.
Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!» (Secuencia pascual).
Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.
El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.
Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas…
Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos…
Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas…
Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas…
Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo ( y yo diría en toda vez que proclamemos el Credo), no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas”
https://mercaba.org/rosario.org/CREDO%20EL.pdf.pdf
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Diciembre2020
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.