Griego eucharistia, acción de gracias.
El nombre dado al Santísimo Sacramento del altar en su doble aspecto de Sacramento y Sacrificio de la Misa, y en el cual Jesucristo está realmente presente bajo las especies de pan y vino.
Se le da otras denominaciones, todas describen el gran misterio desde puntos de vista tan diferentes, es en sí misma prueba suficiente de la posición central que la Eucaristía ha ocupado desde las épocas más primitivas, tanto en el culto divino y servicios de la Iglesia como en la vida de fe y devoción que anima a sus miembros.
La Iglesia honra a la Eucaristía como a uno de sus misterios más altos, puesto que por su sublimidad e incomprensibilidad no desmerece en nada de los conexos misterios de la Santísima Trinidad y la Encarnación. Estos tres misterios constituyen una tríada maravillosa, que muestra la característica esencial del cristianismo, como una religión de misterios que trascienden en mucho a las capacidades de la razón, para resplandecer con todo su brillo y esplendor, y eleva al catolicismo, el más fiel guardián y conservador de nuestra herencia cristiana, muy por encima de todas las religiones paganas y no cristianas.
La conexión orgánica de esta misteriosa tríada se discierne claramente si consideramos la gracia divina bajo el aspecto de una comunicación personal de Dios. Así, en el seno de la Santísima Trinidad, Dios Padre, por virtud de la generación eterna, comunica su naturaleza divina a Dios Hijo, “el Hijo único que está en el seno del Padre” (Juan 1,18), mientras que el Hijo de Dios, en virtud de la unión hipostática, comunica a su vez la naturaleza divina recibida de su Padre a su naturaleza humana formada en el seno de la Virgen María (Jn. 1,14), para que así, como Dios-Hombre, oculto bajo las especies eucarísticas, pueda entregarse a su Iglesia, que, como una tierna madre, cuida y alimenta místicamente en su propio seno a este su máximo tesoro, y diariamente lo pone ante sus hijos como alimento espiritual de sus almas. Así la Trinidad, la Encarnación y la Eucaristía están efectivamente soldadas como una preciosa cadena, que de manera maravillosa liga al cielo con la tierra, a Dios con el hombre, uniéndoles más íntimamente y manteniéndoles así unidos. Por el mismo hecho que el misterio de la Eucaristía trasciende a la razón, ningún teólogo católico puede intentar ninguna explicación racionalista de ella, basada en una hipótesis meramente natural ni buscar comprender una de las más sublimes verdades de la religión cristiana como la conclusión espontánea de procesos lógicos.
Es sola la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad”, imbuida y dirigida por el Espíritu Santo, la que garantiza a sus hijos a través de su infalible enseñanza la plena y no adulterada revelación de Dios. Por consiguiente, es la primera obligación de los católicos adherirse a lo que la Iglesia propone como la “norma inmediata de fe” ( regula fidei proxima), que, en lo relativo a la Eucaristía, se expone de una manera particularmente clara y detallada en las Sesiones XIII, XXI y XXII del Concilio de Trento.
La quintaesencia de estas decisiones doctrinales consiste en esto: “que en la Eucaristía el Cuerpo y la Sangre del Dios-hombre están verdadera, real y sustancialmente presentes para el alimento de nuestras almas, por razón de la transubstanciación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y que en este cambio de sustancias se contiene también el incruento Sacrificio del Nuevo Testamento.
La instrucción Redemptionis Sacramentum, describe detalladamente cómo debe celebrarse la Eucaristía y lo que puede considerarse como “abuso grave” durante la ceremonia.
En el Capítulo II sobre la “participación de los fieles laicos en la celebración de la Eucaristía”, se establece que:
- La participación de los fieles laicos en la celebración de la Eucaristía, y en los otros ritos de la Iglesia, no puede equivaler a una mera presencia, más o menos pasiva, sino que se debe valorar como un verdadero ejercicio de la fe y la dignidad bautismal.
- Se debe recordar que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra.
- Sin embargo, no se deduce necesariamente que todos deban realizar otras cosas, en sentido material, además de los gestos y posturas corporales, como si cada uno tuviera que asumir, necesariamente, una tarea litúrgica específica; aunque conviene que se distribuyan y realicen entre varios las tareas o las diversas partes de una misma tarea.
- Se alienta la participación de lectores y acólitos que estén debidamente preparados y sean recomendable por su vida cristiana, fe, costumbres y fidelidad hacia el Magisterio de la Iglesia.
- Se alienta la presencia de niños o jóvenes monaguillos que realicen un servicio junto al altar, como acólitos, y reciban una catequesis conveniente, adaptada a su capacidad, sobre esta tarea. A esta clase de servicio al altar pueden ser admitidas niñas o mujeres, según el juicio del Obispo diocesano y observando las normas establecidas.
Nosotros vamos a centrar esta formación en la Eucaristía como fuente de Sanacion.
Cuanto más fuerte sea la presencia de Jesús, habrá más sanaciones. Y la presencia más grande del Señor, la tenemos en la Eucaristía. Es mucho más fuerte que imponer las manos, mucho más fuerte que ungir con aceite, mucho más fuerte que predicar la palabra. La presencia de Jesús en la Eucaristía, es la presencia absoluta. El momento más grande de sanación es el momento de la comunión” “Sanados por la Eucaristía”. Robert De Grandis, s.j”, dice: La presencia del cuerpo de Cristo en cada uno de nosotros y su sangre en nuestra sangre, es la que trae, desde dentro, la sanación.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56) ¿Cómo es que el Señor Jesús permanece en nosotros, cuando nosotros recibimos la Eucaristía? Su carne se hace una con la nuestra, su sangre corre por al sangre nuestra.
Antes de haberte formado yo en el seno materno ya te conocía” (Jr 1,5). Antes de que naciéramos Dios nos conocía y nosotros le conocíamos a El. y antes de que nosotros estuviéramos vivos, nuestras madres, en su amor, vinieron a recibir a Jesús en la Santa Eucaristía. Y, para aquellos de nosotros que hemos nacido católicos, fueron ellas las que nos trajeron a Jesús. Antes de que nosotros hubiéramos nacido ya estábamos consagrados al Señor. La Eucaristía que nuestras madres recibían, la recibíamos también nosotros. Así como ellas recibían del Señor ese alimento, nosotros, que dependíamos de nuestras madres, también recibíamos a Jesús.
Nuestros cuerpos se fueron formando – dice una madre – en el Cuerpo de Cristo y en la Sangre de Cristo. Este es realmente su cuerpo, mi sangre es la sangre de Jesús. Yo ahora lo sé, antes no lo sabía. Pero gracias a Dios y ¡alabado sea el Señor! ahora lo sé, porque lo he ido comprendiendo. Este niño que yo perdí cuando estaba encinta y pensaba ¿a dónde ha ido? ahora creo fielmente que está en los brazos del Padre, porque incluso en mi seno este niño ya estaba dedicado al Padre; ese niño ya estaba consagrado a Jesús y el Señor nunca niega aquello que le pertenece”.
Nosotros tenemos que depender totalmente de la Eucaristía, mucho más que un niño en el seno de su madre.
Qué pensamiento más bonito para aquellas madres que hayan perdido alguna criatura, saber que esos niños estaban dedicados, consagrados a Jesús.
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Julio 2020
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.
Bibliografía:
- https://www.aciprensa.com/noticias/hoy-celebramos-la-solemnidad-del-corpus-christi-el-milagro-de-amor-55794
- https://www.aciprensa.com/noticias/sepa-lo-que-debe-y-no-debe-hacerse-en-la-celebracion-de-la-misa
- https://la-fe-cristiana.blogspot.com/2014/09/la-eucaristia-como-fuente-de-sanacion.html
- http://www.siervoscas.com/2015/06/sanados-por-la-eucaristia.html