Adviento es un tiempo para prepararnos para la venida del Señor, también es un tiempo para recordar que Él está con nosotros, todos los días.
El Adviento tiene una triple finalidad: recordar el pasado, vivir el presente y preparar el futuro.
• Recordamos el pasado, contemplando el nacimiento de Jesús, haciéndonos partícipes de la primera venida de nuestro Salvador encarnado entre los hombres.
• Vivimos el presente, teniendo día a día en nuestra mente que Él está con nosotros; aunque no lo vemos como en aquellos tiempos el pueblo judío lo veía caminar y predicar, sabemos que está con nosotros y camina lado a lado en nuestros gozos y dificultades de la vida, por eso, imploramos ese Maranathá, ¡Ven Señor, Jesús!
• Por último, nos preparamos para el futuro, para la segunda venida del Señor (cfr. Ap 1 ,8; 3, 11. 20) , conocida como la Parusía. No sabemos ni el día ni la hora, por eso, como lo narra el Evangelio, debemos estar siempre preparados con nuestras lámparas llenas de aceite.Y, ¿qué significa tener una lámpara llena de aceite? Significa tener el alma en gracia y un corazón que se desborda de todo el amor que Jesús ha compartido en la tierra.
Es el tiempo mariano por excelencia del Año litúrgico. Lo ha expresado con toda autoridad Pablo VI en la Marialis Cultus, nn. 3-4.
Históricamente la memoria de María en la liturgia ha surgido con la lectura del Evangelio de la Anunciación antes de Navidad en el que con razón ha sido llamado el domingo mariano prenatalicio.
Hoy el Adviento ha recuperado de lleno este sentido con una serie de elementos marianos de la liturgia, que podemos sintetizar de la siguiente manera:
– Desde los primeros días del Adviento hay elementos que recuerdan la espera y la acogida del misterio de Cristo por parte de la Virgen de Nazaret.
– La solemnidad de la Inmaculada Concepción se celebra como “preparación radical a la venida del Salvador y feliz principio de la Iglesia sin mancha ni arruga (“Marialis Cultus 3).
– En las ferias del 17 al 24 el protagonismo litúrgico de la Virgen es muy característico en las lecturas bíblicas, en el tercer prefacio de Adviento que recuerda la espera de la Madre, en algunas oraciones, como la del 20 de diciembre que nos trae un antiguo texto del Rótulo de Ravena o en la oración sobre las ofrendas del IV domingo que es una epíclesis significativa que une el misterio eucarístico con el misterio de Navidad en un paralelismo entre María y la Iglesia en la obra del único Espíritu.
En una hermosa síntesis de títulos se nos presenta la figura de la Virgen del Adviento:
– Es la “llena de gracia”, la “bendita entre las mujeres”, la “Virgen”, la “Esposa de Jesús”, la “sierva del Señor”.
– Es la mujer nueva, la nueva Eva que restablece y recapitula en el designio de Dios por la obediencia de la fe el misterio de la salvación.
– Es la Hija de Sion, la que representa el Antiguo y el Nuevo Israel.
– Es la Virgen del Fiat, la Virgen fecunda. Es la Virgen de la escucha y de la acogida.
En su ejemplaridad hacia la Iglesia, María es plenamente la Virgen del Adviento en la doble dimensión que tiene siempre en la liturgia su memoria: presencia y ejemplaridad. Presencia litúrgica en la palabra y en la oración, para una memoria grata de Aquélla que ha transformado la espera en presencia, la promesa en don. Memoria de ejemplaridad para una Iglesia que quiere vivir como María la nueva presencia de Cristo, con el Adviento y la Navidad en el mundo de hoy.
En la feliz subordinación de María a Cristo y en la necesaria unión con el misterio de la Iglesia, Adviento es el tiempo de la Hija de Sión, Virgen de la espera que en el “Fiat” anticipa el Maranatha de la Esposa; como Madre del Verbo Encarnado, humanidad cómplice de Dios, ha hecho posible su ingreso definitivo, en el mundo y en la historia del hombre.
Es un tiempo importante y solemne, tiempo favorable, día de salvación, de la paz y de la reconciliación; es el tiempo que estuvieron esperando y ansiando los patriarcas y profetas, y que fue de tantos suspiros; es el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre Eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. Por eso escuchamos la exclamación del profeta Simeón al tener ante sus ojos al Salvador tan esperado: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante todos los pueblos. Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2:29-32).
EL ADVIENTO DE MARÍA
El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. Entre más estuvieran llenos de fe y confianza en las promesas recibidas, más llenos de esperanza por verlas realizadas y más ardieran de amor por el Redentor, más listos estaban para recibir la abundancia de gracias que el Salvador traería al mundo. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida.
¿Quién es la que ha esperado en perfección la venida del Salvador? La Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador.
Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.
El Adviento de la Virgen María está marcado por las tres grandes virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.
LA FE DE LA VIRGEN MARÍA
La Fe es la virtud por la que creemos firmemente en las verdades que Dios ha revelado. “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11:1).
La fe es una virtud infusa, o sea, dada por Dios directamente en el alma. Pero hay que alimentarla y hacerla madurar a través de nuestros actos de obediencia y confianza. Creer nunca ha sido fácil, ya que siempre implica una renuncia a las medidas propias para aceptar la medida de Dios, que es infinitamente superior a las nuestras.
La Virgen Santísima tuvo una fe ejemplar. No ha existido criatura alguna que se pueda comparar a la fe de Nuestra Madre, ya que su vida requirió de su corazón una fe heroica capaz de poder responder en plenitud al misterio al cual se le llamó y en el cual siempre viviría.
Según el Evangelista San Lucas, la Virgen María se mueve exclusivamente en el ámbito de la fe.
LA FE DE MARÍA EN LA ANUNCIACIÓN
Desde el saludo: “Ave, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lucas 1:28), requiere fe, pues el ángel le presentaba toda una identidad de la que ella no estaba consciente. Es por eso que leemos que María se turbó ante aquellas palabras. La razón es porque el ángel la invita a darse cuenta de lo privilegiada que había sido por Dios y de lo sublime que era la elección de Dios hacia ella. Solo la fe le permite aceptarse por lo que el ángel le dice que es en el plan de Dios: la llena de gracia. La fe de María la lleva a aceptar con humildad el misterio de su propio ser, ya que ella es situada en un lugar singular para una criatura humana.
Fe para creer que su Hijo sería llamado hijo del Altísimo. El Dios hecho hombre, la Palabra encarnada.
La pregunta de María: “¿y cómo será esto pues no conozco varón?”, no es una duda o falta de fe, sino como muchos padres de la Iglesia concuerdan en decir, María aparentemente había hecho un voto de virginidad y aunque estaba desposada con José de hecho no intentaba romper su voto. Y es por eso la pregunta, pues ella debía oír de Dios cómo se daría esta concepción siendo ella virgen, ya que humanamente su maternidad era imposible. Pero es precisamente este camino de la imposibilidad el que Dios elige para demostrar que en realidad para Dios todo es posible.
La fe se convierte para María en la única medida para abrazar no solo su propio misterio, sino el de su mismo hijo: un puro don que Dios le ha dado no para su gozo o su exaltación, sino para el bien de todos.
Las palabras con que la Virgen María da su asentimiento: “Hágase en mí según Su Palabra”, nos revelan la consciente aceptación de su función ante el desafío de una realidad y de un conjunto de acontecimientos que están más allá de la medida de la inteligencia y de los pensamientos humanos. Y esta respuesta solo la pudo dar un corazón lleno de fe.
“He aquí la esclava del Señor”. Esta es una profunda confesión de humildad y obediencia, pero sobre todo de confianza total en la palabra de Dios que, precisamente porque no encontrar el más mínimo obstáculo o una sombra de vacilación en el corazón de María, se convertirá de manera absoluta en palabra creadora (“La Palabra se hizo carne”). Ella creía tanto en la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno virginal. “Si tuvieran fe como grano de mostaza”, nos dijo el Señor (Mateo 17:20), “dirían a las montañas muévete y se moverían”. Qué clase de fe la de María Santísima que alcanzó ese inexplicable milagro: una concepción virginal….
San Agustín: “Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre”.
María escucha plenamente, acoge y medita dentro de su corazón para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe, disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En María debemos reconocer las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lucas 11:27-28) Por lo tanto, la maternidad de María no es solo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el fruto de la adhesión amorosa y atenta a la palabra de Dios.
Cuando María dijo: “Hágase en mí según Su Palabra”, dio su consentimiento no solo a recibir al Niño, sino un sí a todo lo que conllevaba el ser la Madre del Salvador. Este consentimiento de María pone de relieve la calidad excepcional de su acto de fe. Fe es, ante todo, conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios, en la mente de Dios, en los pensamientos de Dios y de sus obras.
En el cántico del Magníficat, Isabel dice a la Virgen María: “Bienaventurada por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lucas 2:45), e inmediatamente después María responde a ese reconocimiento de su fe con el cántico del Magníficat, que se considera un canto de fe profunda, que fluye de un corazón auténticamente humilde. Pues la fe solo nace en un corazón humilde y sencillo.
“Miró con bondad la humillación de su sierva”. Solo reconociéndose nada es que puede apreciar y a la vez necesitar fe para creer en las maravillas que Dios había hecho y haría con ella.
“En adelante me felicitarán todas las generaciones”. Fe de que la vida plena en Dios da frutos abundantes.
“El poderoso ha hecho grandes cosas en mí”. Fe de que Dios interviene en la vida de sus hijos.
“Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen”. Y empieza a describir lo que por fe sabe que Dios hará con su pueblo.
La fe de María fue la más perfecta: las verdades sublimes le fueron presentadas y ella las aceptó con prontitud y con constancia. Ella fue llamada a tener una fe difícil. Pues si es verdad que Dios hizo en ella “cosas grandes” (Lucas 1:49), no debemos olvidar que esto requirió que ella estuviera a la altura de esa dura tarea que le fue confiada. Y la dificultad de su fe se refiere tanto a su maternidad divina y virginal, como a la capacidad de vivir y convivir permanentemente con el misterio de la persona de su Hijo y su plan de redención.
LA ESPERANZA DE MARÍA
La esperanza es una virtud teologal nacida de la fe; la espera es una actitud vital nacida de la esperanza y del amor. “Esperar en”… es tener esperanza; “esperar o aguardar a”.. es anhelar al que es objeto de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
María esperó, en primer lugar, que con la gracia de Dios podía ser esposa virgen. Estaba ya desposada con San José y se mantenía firme en su propósito de no conocer varón. El Espíritu Santo, que la iluminó para mostrarle el camino de la vida consagrada a Dios, la fortaleció para confiar que podrían unirse en su vida, el ser verdadera esposa y el mantenerse siempre virgen. Y no fue defraudada en su esperanza: el mismo espíritu que a ella la guía por el camino de pureza inmaculada sembró en el corazón de San José, el varón justo, un amor tan casto que hizo posible un matrimonio virginal.
Cuando el ángel le revela los designios de Dios acerca de su maternidad por obra del Espíritu Santo, y no efecto de unión con ningún varón, María espera también, contra toda esperanza natural, que sin intervención humana se depositase en su seno la semilla de la vida, la encarnación del Verbo.
María advierte la angustia y la duda de su esposo San José al conocer de su embarazo. Ella pudo sencillamente manifestar a José el misterio que a Ella se le había revelado, con lo cual sus angustias hubieran desaparecido; pero ella prefería esperar en el plan perfecto de Dios y repetir como en el salmo 74:22: “Alzate, Oh Dios, y defiende tu causa”. Por eso María callaba, oraba y esperaba en Dios. Y por su espera, un ángel se le aparece en sueños a José y le revela que María concibió por obra del Espíritu Santo y que el fruto de sus entrañas virginales sería el Salvador del mundo, el Emmanuel, el Mesías.
ESPERANDO A DIOS
Ya antes de que el arcángel la visitara en Nazaret, María esperaba como fiel israelita, con fe mesiánica, la venida del Redentor. Si las Escrituras nos dicen que Simeón “esperaba la consolación de Israel” y que José de Arimatea “esperaba el reino de Dios”, podemos imaginarnos como María (la inmaculada) esperaba tan ardientemente al Mesías. Lo esperaba con tanta fuerza y anhelo que mereció ser la escogida para tenerle en su seno, siendo así la más “bendita entre las mujeres”.
Desde el momento en que María dio su consentimiento al anuncio del ángel, Ella espera ver con sus propios ojos la plenitud de la promesa hecha por el ángel. Lleva en su corazón la expectación de tener a Dios hecho hombre en sus entrañas, su hijo ya presente dentro de ella. Es este precisamente el misterio del Adviento… esperar con alegría y añoranza la revelación del hijo de Dios. Es María quien inicia el Adviento, y es de Ella de quien la Iglesia aprende a esperar, a permanecer en ese estado de expectación. La Iglesia aprende de María Santísima a vivir el adviento.
A partir de aquel momento de la anunciación empezó en María una nueva espera. Ya estaba llena de Dios por dentro; pero quería estarlo también por fuera. Ya tenía al Verbo encarnado en su seno, pero quería tenerlo también en sus brazos y en su regazo. Ya le notaba en sus entrañas, pero ansiaba verlo con sus ojos, oírlo con sus oídos, besarlo con sus labios, abrazarlo con sus brazos, amamantarlo con sus pechos.
Por eso María lo esperaba con tan firme esperanza. Y a medida que se acercaba el día y la hora, aumentaba en María el ansia y el deseo de la llegada del Mesías. Ni los más arrebatadores anhelos de los místicos, cuando en su noche oscura esperan que el Señor se les revele, se puede comparar al anhelo de la espera de María en la noche de Belén.
Con un ardor inmensamente más encendido, con una esperanza sin comparación más firme, con un anhelo infinitamente más vehemente, con un ansia indeciblemente más sosegada, esperó María la hora del alumbramiento.
“Los fieles, considerando el amor inefable con que la Virgen madre esperó a su Hijo, están invitados a tomarla como modelo y a prepararse a salir al encuentro del Salvador que viene, velando en oración y cantando su alabanza” (misal romano prefacio de Adviento)
LA CARIDAD DE MARÍA
Pero la espera de María no era egoísta, no se basaba en la expectación simplemente de su hijo, sino del Mesías, el Salvador del mundo, quien venía por amor a los hombres a salvarlos. Es por esto que desde el principio hasta el final, María tendrá siempre una disposición interior de caridad y pobreza: nunca poseyendo al hijo, sino entregándolo. Por lo tanto, en su espera por el hijo que nacerá, ella está consciente que vendrá para el mundo y no para que ella lo posea. Es por eso que vemos en las Escrituras que María lo coloca en el pesebre y lo acuesta, en vez de estrecharlo para sí.
La espera de María, el adviento de María, es también una preparación al sufrimiento, una preparación para el rechazo, el establo, la pobreza, el martirio de los niños, la huida a Egipto sin saber cuando regresarían; para la pérdida de Jesús en el templo hasta encontrarlo; para la separación a la hora de entrar en su vida pública; para recorrer al lado de su hijo el camino de la cruz; para esperar la Resurrección; para separarse de Él en su Ascensión y para esperar por el momento en que se reunieran en el cielo.
Toda esta esperanza de María la prepara para oír a Simeón, quien le anunció que, por su unión a la misión redentora de Cristo, ella participaría de sus persecuciones hasta el punto de que “una espada traspasaría su alma” (Lucas 2:35). Ella no se atemorizó ante esta profecía, puso en Dios su esperanza y, cuando llegaron las horas sombrías de Egipto, de Jerusalén y del Calvario, sostenida por la gracia del Señor, vio siempre que era verdad que Dios no desampara a los que esperan en Él.
Y esta fe y esperanza de María que fluyen tan abundantemente de su caridad, la preparan para la gran noche del alumbramiento, la noche de Navidad, cuando el hijo de Dios y de María nace en un establo de Belén en medio de vicisitudes, negaciones, rechazo, pobreza… Su espera, su fe, su caridad, la hacen descubrir en esa noche fría y entre animales, la gran noche de la gloria de Dios, donde el Mesías nace para traer a los hombres la salvación.
Oración a la Virgen en Adviento.
(Oración compuesta por las hermanas de la Abadía de Walburga de Boulder, Colorado)
Nuestra Señora del Adviento, madre de todas nuestras esperas, tú que has sentido tomar en tu seno la esperanza del pueblo, la Salud de tu Dios, sostén nuestras maternidades y paternidades, carnales y espirituales.
Madre de todas nuestras esperanzas, tú que acogiste el poder del Espíritu, para dar carne a las promesas de Dios, que seamos capaces de encarnar el amor que es signo del Reino de Dios en todos los gestos de nuestra vida.
Nuestra Señora del Adviento, madre de todas nuestras vigilancias, tú que diste un rostro a nuestro futuro, fortalece a los que dan a luz dolorosamente un mundo nuevo de justicia y de paz.
Tú que contemplaste al niño de Belén, haznos atentos a los signos imprevisibles de la ternura de Dios.
Nuestra Señora del Adviento, madre del crucificado, tiende tu mano a todos los que mueren y acompaña su nuevo nacimiento en los brazos del Padre.
Nuestra Señora del Adviento, icono pascual, haznos capaces de la gozosa vigilancia que discierne, en la trama de lo cotidiano, los pasos y la venida de Cristo, el Señor. Amén.
Canción
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Recopilado por Rosa Otárola D, /
Diciembre 2021.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.