- 2 Tim 1, 1-3. 6-12
- Sal 122
- Mc 12, 18-27
El llamado que Dios nos ha hecho a la santidad impulsó sin duda alguna a San Bonifacio, a quien recordamos hoy, Monje inglés a quien el Papa Gregorio II, le encomendó la evangelización de Alemania, tarea que realizó durante varios años fundando los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau hasta que fue asesinado en Flandes
A san Pablo, este llamador de Dios a la Santidad, lo motivó, a recordarle a Timoteo, y con ello a todos y cada uno de nosotros, que el cristiano debe ser una persona diferente pues la gracia de Dios lo habita. Así es, Dios nos ha regalado una vocación santa, no por nuestras obras sino porque Dios lo ha querido así. Él nos ha regalado el don de la fe, ha tenido un encuentro especial con nosotros para que seamos testigos de su resurrección y de la salvación. El fundamento de nuestra salvación no son nuestros méritos ni nuestras obras sino su misericordia: “Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracias que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús”.
Nos ha dado el don del Espíritu Santo, su fuerza y su amor para anunciar el evangelio a los cuatro vientos, como lo ha hecho Pablo, hasta dar la vida, como él, si es necesario.
Y es que es muy difícil volver a tenerle miedo a la vida incluso a la muerte después de haberse encontrado con el crucificado – resucitado. “No es Dios de muertos, sino de vivos”, dice Jesús en el Evangelio “a propósito de que los muertos resucitan”.
Nos explica Benedicto XVI que Dios conoce y ama a este hombre total que somos actualmente. Es, pues, inmortal lo que crece y se desarrolla en nuestra vida ya desde ahora. Es en nuestro cuerpo que sufrimos y que amamos, que esperamos, que experimentamos el gozo y la tristeza, que progresamos a lo largo del tiempo. Todo lo que se desarrolla así en nuestra vida de ahora, es lo que es imperecedero. Es pues, imperecedero lo que hemos llegado a ser en nuestro cuerpo, lo que ha crecido y madurado en el corazón de nuestra vida, unido a las cosas de este mundo. Es «el hombre total» tal cual está situado en este mundo, tal cual ha vivido y sufrido, el que un día será llevado a la eternidad de Dios y tendrá parte en Dios mismo, por la eternidad. Es esto lo que debe llenarnos de un gozo profundo.
Por eso para san Pablo ese es el núcleo de nuestra fe: la resurrección de Cristo, primicia de la nuestra. Si vamos a resucitar como Jesús, y vamos a vivir una vida como la suya, entonces ni siquiera la persecución, la cárcel o la espada podrán atemorizarnos. Antes bien, tomamos “parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios”. Merece la pena padecer por él para reinar con él. La fuerza de Dios viene en auxilio de nuestra debilidad.
¡Cuánto necesitamos en este momento histórico volver a oír las palabras de san Pablo a su joven discípulo como si estuvieran dichas ahora mismo y para nosotros!: “te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza”.
Reavivar el don de Dios. ¿No ha sido ese el objetivo de la pascua? Volver a encender el fuego, reavivarlo, que encendió el Espíritu Santo en nuestro corazón el día que conocimos a Dios y nos dejamos alcanzar por su amor. El Espíritu que hemos recibido es el que procede del Padre por el Hijo encarnado, muerto y resucitado. Es decir, el Espíritu experto en humanidad que ha llevado a la de Jesús hasta la plena glorificación. Es el Espíritu que ha vencido en todas sus tentaciones y pruebas y que le ha empujado hasta el cumplimiento íntegro y perfecto de su misión en este mundo. Por eso podemos vivir confiados, porque no es nuestro espíritu tan débil y temeroso, sino el espíritu del resucitado: espíritu de fortaleza, de amor y de templanza.
Para esta misión Dios nos capacita, pero, para poder anunciar el evangelio, dos cosas son necesarias: una es experimentar verdaderamente este encuentro con Dios, su amor y su misericordia, y otra es tener plena confianza en Él, en que nos acompaña todos los días y nos dará la fuerza para anunciar su Palabra a todas las criaturas, que, aunque algunos eviten escuchar nuestro mensaje, sí que podrán ver nuestras obras.
“A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo” decimos con el Salmista. Solo mirarte a ti Señor. Volver los ojos despacio hacia arriba. Siento que me hace bien. Mi ojos me dicen que le gusta mirar hacia arriba, y acompaño la dirección de su mirada con los deseos de mi alma. También a mi alma le gusta mirar hacia arriba, Señor.
Textos Consultados:
- https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/hoy
Palabra de Vida Mes de junio “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o que se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo” (Marcos 4, 26 – 27)
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Junio 2024.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.