Se suele hablar de espiritualidad cristiana contemporánea. ¿Es legítimo semejante lenguaje? Una espiritualidad verdaderamente floreciente sobre el evangelio y vivida en dimensión eclesial, ¿no es acaso necesariamente perenne? ¿Imitar a Cristo no equivale a situarse en una perspectiva espiritual que está por encima del devenir histórico y de las modas? Si no es así, ¿cómo seguir repitiendo lo que tan marcadamente se nos asegura en la carta a los Hebreos: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será siempre” (Heb 13,8)? Por vocación estamos llamados a convivir en lo íntimo de las relaciones caritativas intratrinitarias de Dios. Pero nuestra humanidad es opaca a una vida íntima divina; por su constitución, es incapaz de encontrarse cara a cara con el Señor. Tiene necesidad de ser renovada constituyéndose en Espíritu resucitado. Jesucristo ha venido a estar entre nosotros, no tanto para indicarnos el modo de vivir felices aquí abajo cuanto para transformarnos en nuevas criaturas disponibles para vivir con Dios y en Dios: “Yo soy la puerta, el que entra por mi se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos… Yo vine para que tengan vida y la tengan abundante (Jn 10,9-10). Para iniciarnos en la nueva existencia pneumática nos ha introducido en la participación de su muerte y resurrección: “Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así será levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Si podemos decir que somos ya en esperanza seres nuevos, es no tanto porque vivimos según las normas éticas cuanto porque participamos del misterio pascual de Cristo, de forma que en él y por él somos hechos personas resucitadas.
Es necesario que el misterio pascual de Cristo sea trasladado a lo íntimo de cada generación; que impregne, renovándola radicalmente, toda carne humana; que vivifique transformando cuanto florece entre las fragilidades terrenas. Y puesto que el Espíritu difunde el fermento pascual de Cristo también en el actual humanismo socio-cultural, podemos y debemos hablar de espiritualidad cristiana contemporánea. El Espíritu pascual de Cristo es inmutable en el curso de los siglos, mientras que es mudable el humanismo cultural que tal espíritu asume, purificándose y renovándose.
Por vivir hoy en una época de cambios profundos y rápidos, nuestra existencia ofrece nuevas situaciones humanísticas a la renovación pascual.
La aspiración a tener el coloquio confidencial con el Espíritu nos descubre que estamos terriblemente rodeados por el límite, por lo precario, por situaciones inhumanas. La pascua no se vive únicamente como nacer a una vida según el espíritu, sino de modo particular como liberación de lo que nos hace pobres, incomprendidos, marginados, incapaces de comunicarnos. Mas, ¿cómo secundar esta liberación pascual? ¿Quién podría decir cómo armoniza el Espíritu tradicional de renuncia con el consumismo imperante? ¿Cómo se concilia la autonomía profética con la docilidad a la autoridad? ¿Cómo hermanar el Espíritu comunitario ecIesial con la intimidad privada regida en el Espíritu? La respuesta a esta y otras inquietudes espirituales podemos obtenerla solamente en Jesucristo considerado en su vida evangélica y en el testimonio luminoso de sus santos. Resulta sumamente beneficioso ver cómo el espíritu evangélico del Señor ha estado presente y operante en figuras espirituales admirables. San Pablo exhortaba a los primeros cristianos: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (ICor 4,16; 11,1). He aquí por qué tenemos necesidad de contemplar a la Virgen santísima como la que de modo singular y de una manera más auténtica que ningún otro santo nos puede iluminar y ayudar a imitar en nuestro tiempo a Cristo muerto y resucitado.
Si deseamos descubrir la nota primaria de la santidad de María, es necesario conocer las claves espirituales que le hicieron comportarse como lo hizo, tanto en las situaciones delicadas y difíciles como en las rutinarias y habituales.
Lo primero que destaca en la Virgen María es su fe. Por lo tanto, lo primero que tenemos que imitar de la espiritualidad de la Virgen María es la fe. Y lo más importante de la fe de María es la certeza de que Dios existe y de que ese Dios es el Señor del Universo, el Todopoderoso.
Antes de que naciera Jesús, antes de que fuera concebido, María era ya una mujer creyente, estaba llena de fe del mismo modo que estaba llena de gracia. Tenía la fe de su pueblo, la fe judía, la fe que se recoge en el Antiguo Testamento y que había sido cuidadosamente sembrada allí por el Espíritu Santo a lo largo de muchas generaciones.
La fe de la Virgen María y del pueblo judío antes de aquel 25 de marzo en que tuvo lugar la Encarnación, resumiéndolo muy brevemente, era la fe en un Dios Todopoderoso, en un Dios Creador, todo lo que vemos procede de Él; un Dios que cuida de su pueblo. Dios interviene en la historia, en la gran historia de los pueblos y en tu pequeña historia personal, en tu vida; Dios es justo –no justiciero- que sabe dar a cada uno lo que merece y que reserva un premio para los que han hecho el bien y un castigo para los que han hecho el mal. Ésta es la fe del pueblo judío, ésta es la fe revelada por Dios durante muchos siglos y que nosotros corremos el riesgo de estar olvidando en estos últimos años.
En el momento en el que iba a nacer Jesús, la tarde inmediatamente anterior a que se produjera la aparición del ángel en la casa de la Virgen, esa muchacha que aún no sabía que iba a ser la Madre del Mesías, esa muchacha que vivía en una aldea judía cualquiera llamada Nazaret, tenía esta fe, que fue el fundamento de lo que iba a venir más tarde y sin la cual no habría podido ocurrir nada de lo que ocurrió.
Esto es lo primero que deberemos imitar de ella: Si Dios es el Señor significa que yo soy el siervo. Hay que trabajar esta idea, porque, además, hoy no lo dice prácticamente nadie, y al no decirlo, lo olvidamos: nosotros no somos iguales a Dios. Dios es Nuestro Señor. Si podemos tutear a Dios es porque Él nos lo ha permitido, debido a que, en realidad, nosotros somos inferiores a Dios. Dios es Nuestro Señor, nosotros somos los siervos de Dios. Una expresión típica, propia de la fe judía, que considera a Dios como el Señor, dice: “Yo soy el siervo de Dios” y así vemos al profeta Samuel decirle a Yahvé: “Manda, Señor, que tu siervo escucha”.
Es, por tanto, necesario que tengamos esta actitud de que el Señor está por encima de nosotros. El Señor es más grande y más importante que nosotros. Y porque es mi Señor yo tengo deberes y obligaciones que cumplir para con Él.
Es necesario trabajar espiritualmente con el concepto de obligación y con el concepto de deber. Hay que recuperarlo porque casi nadie lo defiende y casi nadie se atreve a decir: tenemos deberes para con Dios. Si estos deberes se asumen de forma natural, aprenderemos a tener deberes para con nuestra sociedad, deberes para con nuestros amigos, deberes para con nuestra empresa, deberes para con nuestra familia. Si, en cambio, los deberes para con Dios no están presentes en nuestra vida, todos los demás deberes, más o menos pronto, terminarán por caer.
El segundo punto de la fe de la Virgen es que Dios es el Creador. Dios es el que ha hecho todo esto, todo lo que existe, incluido yo mismo.
El concepto de Creación tiene profundas consecuencias espirituales y también sociales. Si Dios es Creador, significa que yo soy una criatura. Criatura es una palabra preciosa, en nuestra lengua esta palabra tiene un matiz de ternura; soy una criatura, soy alguien pequeño llevado en brazos por alguien más grande; al bebé que va en brazos de su madre en castellano se le llama “criatura”, una cosa pequeñita que necesita ser cuidada. Nosotros somos criaturas del Señor. Es algo muy hermoso, pues esa palabra dice que el Señor nos cuida y también que nosotros tenemos que sentirnos menos que aquél que es Nuestro Creador, que es quien nos ha hecho. Y de esa Creación proceden, precisamente, los derechos que Dios tiene sobre nosotros.
Vemos, pues, que estos dos primeros puntos de la fe de la Virgen, de la fe del pueblo judío tal y como había sido revelada por Dios en el Antiguo Testamento, coinciden en dar al creyente una doble sensación: la de que está en manos de alguien que es más grande y poderoso que él y la de que, precisamente por eso, debe fiarse de ese Alguien a quien llama Señor y al que pone por encima de cualquier otra criatura. El Señorío de Dios no produce en el hombre temor –al menos necesariamente, aunque después se haya desvirtuado y a lo largo de la historia haya dado lugar a ese sentimiento-. El Señorío de Dios produce en el hombre confianza. El creyente en el Dios Todopoderoso se siente en buenas manos y por eso está tranquilo.
Y esta sensación, esta certeza, quedaba reforzada por otro elemento fundamental de la fe de un judío: el hecho de que Dios interviene en la historia, en tu historia personal y en la historia de tu pueblo. Que Dios interviene en la historia significa que, por ejemplo, las oraciones son importantes y son útiles; significa que Dios me escucha y que puede intervenir en mi vida; Dios puede hacer milagros, y eso para un judío, al menos en la época de Cristo, era algo completamente natural.
Naturalmente, todo esto tiene que compaginarse con otro elemento: el misterio. Porque si Dios no es insensible a nuestro sufrimiento, ¿por qué sufro?; si Dios interviene en la historia, ¿por qué a veces no interviene?; si Dios escucha las oraciones, ¿por qué a veces no las escucha?; si Dios es capaz de obrar milagros, y a veces los ha obrado en mi vida y en la de los demás, ¿por qué otras veces no los ha obrado? Ese elemento del misterio para un judío no representaba ningún problema porque era una consecuencia de lo anterior: si acepto que Dios es el Señor y es mi Creador, estoy aceptando el misterio, estoy aceptando que no puedo entender del todo a Dios; si digo que Dios interviene en la historia sin haber dicho antes que es el Señor y el Creador, entonces ese último punto sí es causa de problemas.
El problema que representa la coexistencia del mal y del dolor en el mundo con la fe en un Dios Todopoderoso que interviene en la historia del hombre para ayudar al hombre, queda resuelto con el concepto de misterio. Un concepto que nos lleva a decir: “Yo no entiendo, pero no entender no me hace entrar en crisis, porque no entenderlo todo con respecto a Dios es lo normal”. “No entiendo, Señor –le decimos a Dios los creyentes-, no entiendo por qué tú me has abandonado, como tampoco lo entendió tu Hijo cuando moría en la Cruz. Pero, como Él, como María, creo en tu amor, creo en ti”.
El cuarto elemento de la fe judía era el concepto de justicia de Dios. Durante muchos años, esta justicia divina no fue fácil de aceptar, puesto que no todos los judíos creían en la existencia de la vida eterna. La justicia de Dios se debía manifestar, por lo tanto, en esta tierra. Esta intervención justa de Dios se resumía con la frase: “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Sin embargo, la realidad demostraba que al menos en algunas ocasiones los malos vivían muy bien toda su vida mientras los buenos morían pasándolo mal. Un libro del Antiguo Testamento que recoge la crisis de fe que estas contradicciones provocaban es el de Job.
Sin embargo, en la época en que vivió la Virgen María –y por lo tanto en la época en que nació Jesús- eran ya muchos los judíos que creían en la vida eterna. Al menos desde la revolución de los Macabeos, unos ciento cincuenta años antes, se había ido abriendo camino la idea de que si Dios era justo, cosa de la cual un judío no podía dudar, debía haber una vida más allá de la muerte para que allí Dios terminara de hacer la justicia que, por causas misteriosas, no había llevado a cabo en la tierra..
Esta era la fe de la Virgen en aquel 25 de marzo, horas antes de recibir la visita del ángel Gabriel para anunciarle la encarnación del Señor.
Si nosotros no tenemos bien asentados estos cuatro elementos de fe: Dios es el Señor y tiene derechos sobre mí y yo deberes para con Él; Dios es el Creador, yo soy su criatura y por lo tanto, por un lado, estoy en las mejores manos y, por otro, no puedo entender del todo los planes de Dios; Dios interviene en mi vida y en la vida del pueblo para aliviar el sufrimiento de los hombres; Dios es justo y cumple siempre sus promesas de premiar el bien y castigar el mal, en esta vida o en la vida eterna. Sin estos cuatro aspectos fundamentales de la fe de la Virgen María, el edificio de nuestra relación con Dios no se puede construir adecuadamente, se caerá, y quizá estrepitosamente.
Con esto, naturalmente, no está dicho todo lo que se puede decir acerca de la fe de la Virgen. Si así fuera, Nuestra Madre no tendrá otra fe más que la de una buena creyente judía. Eso era ella antes de la Encarnación del Señor. Después pasó a completar esa fe con las enseñanzas de su Hijo. Dejó de ser judía para hacerse cristiana.
Hasta aquí hemos visto la fe de una muchacha judía. He resumido, por tanto, en unas líneas dos mil años de historia del Antiguo Testamento. Pero, ¿cuál es la fe de la muchacha judía creyente en Jesucristo? La fe de María, creyente cristiana, que es también creyente judía pero con la plenitud de la Revelación traída por Jesucristo, tiene, además de todo lo anterior -no en contra-, otros ingredientes, que se pueden resumir en la fe en que Dios es Amor. El mismo Dios que es Señor, que es Creador, que interviene en tu historia, que es Justo, es también Amor. Su amor tiene el matiz de la paternidad, lo cual le convierte en un amor especialmente grande y fuerte. Todo esto no lo cree la Virgen porque sí, sino porque tiene la prueba de ello. Esa prueba incontestable e indudable del amor de Dios reside en el hecho de que ha enviado a su Hijo al mundo, ha hecho que su Hijo se hiciera hombre, muriera en la Cruz y resucitara. La fe en el amor de Dios, por lo tanto, se pone de manifiesto a través de Jesucristo.
La demostración insuperable de que Dios se preocupa por nosotros es la Encarnación y Muerte de Jesucristo en la Cruz y su Resurrección. Si esto no nos basta para estar absolutamente seguros del interés de Dios.
La Muerte de Cristo en la Cruz y su Resurrección, es la solución de todos los problemas, entre otras cosas, porque sabes que hay otra vida, y, al saberlo, también sabes que los problemas de aquí no son más que problemas transitorios, y que incluso la muerte, que es el gran problema, no es más que un tránsito y nos vamos a reunir con ellas. Ésta es nuestra fe y es la fe de la Virgen María. Una fe que completa la anterior y que, aún más que aquella, nos debe llenar de paz, de tranquilidad espiritual, de esperanza.
Esa muchacha judía que cree que su Hijo es el Hijo de Dios, cree que Dios es Amor; ya creía antes que ese Dios era Señor y, por lo tanto, sabía que tenía obligaciones para con Él; creía que era el Creador, por lo cual se sentía criatura en sus manos y aceptaba no entenderlo todo; creía en la intervención de Dios en su vida y, por esa intervención, creía en un cierto tipo de amor de Dios; creía en la Justicia de Dios y eso le daba la paz de saber que había una vida más allá de la muerte donde serían recompensados sus esfuerzos y fidelidades. Pero ahora, a partir de la fe que le aporta su Hijo, cree mucho más profundamente en que Dios es Amor. ¿Qué tipo de amor? Un amor extraordinario, un amor imposible de superar, un amor que excluye toda duda.
No puedo pedirle a Dios una prueba mayor de amor que la que ha dado enviando a su Hijo y haciendo que muriera en la Cruz para salvarnos. Así pues, un amor tan extraordinario tendría que eliminar toda duda de nuestra vida. Si tuviéramos esta fe, no tendríamos, realmente, ningún otro problema espiritual, porque el resto de las cosas serían una consecuencia de esto. Por eso es muy importante construir la casa desde los cimientos, y los cimientos son la fe en el amor de Dios. Pase lo que pase, nada te turbe, nada te espante, Dios existe y Dios te quiere, y, si tienes dudas del amor de Dios, mira la Cruz; entonces, te desaparecerán las dudas. ¿Qué más puede hacer Dios por ti que enviar a su Hijo a la muerte de la Cruz?, ¿qué más puede hacer para conquistar tu corazón y convencerte de que te quiere muchísimo?
Ahora bien, si esta es la consecuencia primera de este tipo de fe que encontramos en la Virgen –la fe del Antiguo Testamento enriquecida con la fe en el amor paternal de Dios-, hay una segunda consecuencia que va unida a la anterior.
El amor de Dios es un amor que ninguno merece, ni siquiera el más bueno de nosotros. Es un amor gratuito. Debemos tener esto en cuenta, especialmente las personas que se creen buenas, pues tienen la tentación de creer que están en paz con Dios, que no le deben nada, que no tienen ninguna deuda con Dios,. En realidad, las personas buenas de verdad saben que la deuda con Dios es impagable, porque ha dado a su Hijo por nosotros, ha muerto por nosotros y nos ha dado la vida eterna. Y ésta es una deuda impagable. Lo que sí se puede hacer es intentar pagarla, pero sabemos que es imposible conseguirlo del todo.
El amor de Dios es gratuito. El Cielo es un regalo de Dios, la Salvación es un regalo de Dios; la Salvación es gratuita, gracia de Dios. Nosotros colaboramos en esa Salvación con nuestras buenas obras; pero no son nuestras buenas obras las que nos salvan, sino la sangre derramada de Cristo, el amor redentor de Cristo.
Además de no merecerlo, el amor de Dios por el hombre es un amor que permanece, que no desaparece porque el hombre se comporte mal. La parábola del hijo pródigo nos enseña que el padre seguía queriendo al hijo extraviado y que, porque le amaba, oteaba el camino todos los días a ver si lo veía volver a casa. Esto tiene que darnos una gran paz, pues significa que el amor de Dios no está relacionado con nosotros ni con nuestros méritos. Dios es siempre fiel. Dios empieza queriéndote, ¿no te mereces que Él te quiera porque te portas mal?, Él te sigue queriendo de igual modo. Y gracias a ese amor que permanece, nosotros podemos cambiar; sabemos que en cualquier momento podemos decir: “Padre, perdóname”. Sabemos que siempre podemos volver a la casa del Padre. No nos vamos a encontrar con un Dios airado que dice: “Sinvergüenza, toda la vida por ahí, ahora vienes, cuando ya eres mayor, cuando ya tienes miedo a la muerte, cuando has dilapidado tu fortuna, cuando ya no tienes amigos de juergas, cuando no tienes dinero ni salud, cuando te queda media hora de vida…”. No es ése el Dios en el que creemos, no es ése el Dios de María, sino en el que dice: “¿Vienes con dieciocho años? Bien, tenemos mucho tiempo por delante”, “¿Vienes cuando tienes noventa años y te queda un minuto de vida? Bienvenido a casa. Mataré igualmente un ternero cebado por ti. Eres, efectivamente, un sinvergüenza, no te lo mereces, pero tampoco se lo merece el otro. Te voy a acoger igual”. Ese Padre que acoge siempre es el Dios amor en el que creía la Virgen, discípula de Cristo. Y esta fe es enormemente confortadora. Ésta es nuestra fe.
Por último, el amor de Dios es un amor que nos sostiene en la lucha. Cuando estamos empeñados en la lucha, por ejemplo, por hacer el bien, o en la lucha por cambiar, nos damos cuenta de que el amor de Dios nos sostiene y nos levanta cuando hemos caído, nos da continuamente fuerza para luchar. Esto es, quizá, lo más bonito de Dios y lo experimentamos en todo momento. Por ejemplo, al comulgar, experimentas una fuerza nueva cada día; al confesarte, experimentas que realmente hay un lavado profundo interior y que hay una gracia de Dios que te ha hecho inocente de nuevo; cuando haces un poco de oración, cuando alimentas tu alma, experimentas una fuerza diferente, es como si hubieras tomado un rico plato, lleno de vitaminas. Dios te sostiene en la lucha: éste es el efecto del amor de Dios, no un amor que simplemente te pone en marcha como si diera cuerda a un muñeco y dejara al muñeco que anduviera con su cuerda, sino que es un amor que cuida permanentemente de ti, si te dejas cuidar con los Sacramentos.
Si de la primera parte de la fe de María, la que se inspira en el Antiguo Testamento, teníamos que aprender esa actitud de confianza en Dios y de respeto a Él, de la segunda tenemos que aprender la actitud de agradecimiento a Dios, agradecimiento a un Dios que me quiere de una manera tan extraordinaria. Estas tres actitudes marcan la fe de la Virgen María y tienen que marcar nuestra vida: confianza, respeto y agradecimiento. Si no existen estas tres actitudes, no podemos construir una espiritualidad sólida que resista las pruebas inevitables de la vida.
En resumen, la fe de la Virgen María, la fe que tenemos que tener y que depende de cada uno tenerla o no tenerla, tiene los siguientes componentes: Dios existe, Dios cuida de mí, Dios es mi Creador, yo tengo obligaciones para con Dios, Dios es justo y existe la vida eterna, no puede haber amor mayor que el que ya recibí cuando Dios envió a su Hijo al mundo y lo entregó por mí. Y esto tendría que ser suficiente para borrar nuestras dudas de fe, las dudas de que Dios interviene en nuestra historia y de que se preocupa por nosotros. Cuando tengas esas dudas, mira una cruz. Es una ofensa y un insulto espantoso hacia Dios preguntarle dónde está. En algún momento de mucha zozobra, y es comprensible (también Cristo lo hace en la Cruz), podemos preguntarle: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”. Pero, inmediatamente, tiene que brotar en nosotros la respuesta: “Señor, creo en ti, creo en tu amor”. Miro el crucifijo, lo veo crucificado y digo: “Es imposible, Señor, un amor más grande que éste”. Este amor es gratuito e inmerecido, por eso tengo que tener siempre la actitud de que no soy un igual, sino de que tengo que devolver, y nunca termino de devolver porque es más lo que he recibido que lo que puedo dar. Es un amor que me sostiene, que me acompaña y que siempre me permite volver. Ese amor me produce una gran confianza y también estimula en mí el noble sentimiento de la gratitud.
Un creyente que imita a María, que tiene la fe en Cristo que tenía María, está lleno de paz, de respeto y de agradecimiento. Porque tiene paz afronta las tormentas de la vida sin hundirse; porque sabe agradecer, busca darle a Dios lo más posible en lugar de estar siempre preguntándose cuáles son los mínimos.
La cuestión entonces es la siguiente: ¿tengo yo fe?, ¿tengo yo esa fe?, ¿tengo fe cuando, por ejemplo, hay algún problema en mi vida (pues es ahí donde se demuestra la fe)?, ¿creo yo que Dios existe y que se interesa por mí, que me cuida…., sobre todo cuando tengo algún problema?. Cuando sufro, cuando algo sale mal, cuando algo no funciona…, ¿tengo fe en que Dios existe y en que guía mis pasos?
Al fijarse en la Virgen María, uno descubre, en primer lugar, a una mujer de fe que, en sus muchos momentos de dificultades (no hay que olvidar que tuvo delante de Ella, crucificado, a su único Hijo) no dudó de que aquello estaba permitido por Dios. ¿Tengo yo esta fe de la Virgen María?¿Está mi fe está limitada a los acontecimientos?, ¿tengo fe sólo si las cosas van bien o, realmente, pase lo que pase, tengo fe?
Naturalmente, se puede tener una fe con dudas, con vaivenes, pero, al final, hay que tener fe en que de verdad Dios existe y en que Dios está cuidando de ti, velando por ti, y protegiendo tus pasos aunque tú, en ese momento, no puedas entender cómo es posible que si Dios es Amor, te estén sucediendo esas cosas.
¿Quiéres construir el edificio de tu fe sobre una roca firme que nunca se desmorone? Imita a la Virgen. Ten su fe en Dios, en el amor de Dios. Y obra en consecuencia.
Canción
https://youtu.be/4CmcZL3E2Z0?si=FPS6BwaACS27SOIh
Textos Consultados:
https://vive-feliz.club/wp-admin/post.php?post=929&action=
https://www.mercaba.org/FICHAS/MAR%C3%8DA/534.htm
Recopilado por Rosa Otárola D, /
Mayo 2024.
“Piensa bien, haz el bien, actúa bien y todo te saldra bien”
Sor Evelia 08/01/2013.